Emiliano García-Page es un político audaz. Nadie en su sano juicio, ni siquiera sus rivales políticos, podrían negar su talento para medir los tiempos y su capacidad de resistir en entornos muy hostiles. Y, sobre todo, se trata de un líder que conoce el terreno en el que juega. Sabe perfectamente que el castellanomanchego es más de Estopa que de Taylor Swift, más de domingo en el campo que en el centro comercial y mucho más franco que sutil.
Él sabe que las posiciones políticas de Pedro Sánchez, que no son principios, sino estrategias que varían en función de sus intereses personales, son absolutamente minoritarias en la región. No creo que haya mucha gente entre Puertollano y Molina de Aragón, de Talavera a Albacete, que aplauda la colección de grandes éxitos de Moncloa: el Gobierno con Podemos, los indultos, la supresión del delito de sucesión, el abaratamiento de la malversación, la entrega de Pamplona y la dependencia inmoral ante Bildu -acrecentada esta semana con esa enmienda encubierta y vergonzosa que puede acabar con la liberación de asesinos como Txapote-, la sumisión permanente al delincuente Puigdemont y, finalmente, la quiebra de la igualdad entre españoles que supone el pacto de financiación a la carta para Cataluña pactado con ERC. Y esto García-Page lo sabe. Y estoy seguro de que su oposición a todo ese proyecto de destrucción del pacto constitucional es sincera. Incluso valiente. Pero no es suficiente.
La posición del presidente autonómico es coherente con la tradición de una parte del PSOE que fue mayoritaria en tiempos de González pero que ha derivado en residual. Ese partido que cree defender García-Page ya no existe. Ha sido devorado por las políticas rupturistas que inició Rodríguez Zapatero y que Pedro Sánchez ha terminado por definir. El PSOE es hoy un partido que ha dimitido de toda aspiración a ocupar el antiguamente disputado centro del tablero político.
Me dirán que los socialistas gobiernan el país, pero no es cierto. Ostentan el poder, Sánchez vive en Moncloa, pero hace tiempo que el Gobierno, estrictamente hablando, está arrendado a una especie de sindicato siniestro que dirigen Junqueras, Puigdemont, Otegi y algunos otros secundarios.
Por eso, en las actuales circunstancias, la posición de García-Page es decepcionante. No es suficiente su astucia, ni siquiera su valentía. Sus palabras, tras reunirse el pasado viernes con Sánchez, criticando el pacto financiero con Esquerra, fueron sensatas. Pero no son suficientes. No basta con responder con ingenio a las barrabasadas de los dirigentes de Junts, ni amagar con poner pie en pared y luego empujar la pared unos metros más. No es suficiente con esperar a ver si el castillo de naipes de Moncloa acaba cediendo.
España vive un momento de extrema dificultad, amenazado por aquellos que históricamente siempre han tratado de dinamitar el abrazo de la Transición. Este es un momento para ser algo más que valiente, quizá un héroe, quizá incluso a costa de la propia supervivencia. Y el presidente de Castilla-La Mancha aún tiene que dar ese paso definitivo que sirva de verdad para frenar la deriva insostenible de nuestra nación.