El Apostolado de Cano en la Catedral de Toledo
José María Cano, artista poliédrico que formó parte de Mecano, expone durante quince días en la Sacristía de la Catedral de Toledo su serie de Apostolado al lado del Greco. La primera sensación que tiene el espectador al entrar es tremenda, pues es como si los apóstoles del Greco hubieran subido al cielo y los de Cano se hubiesen quedado en el suelo. Mucho más austeros, parcos, tan sólo retrato, a la altura de los ojos del visitante, los apóstoles de Cano serían esperpento de Valle Inclán tras haber pasado por los espejos del Callejón del Gato. Los del Greco ya lo fueron en su momento, pues el griego pintaba como le salía de la mano sin dar cuenta a nadie. Cano se ha quedado en la cara, como Platón, espejo del alma, turbulento retazo de pinceladas que provocan la inquietud en quien los mira. Dice Rosa Martínez, curadora de la muestra, que se trata del camino espiritual de José María, como tantos otros hicieron, Baroja o la santa de Ávila recuerdo ahora. Desde que tocara el teclado hasta llegar acá, imagino que Cano ha pasado por diversas fases igual que todo ser humano. Prueba de ello son sus propios trabajos musicales, cómo se fueron refinando con el curso del tiempo hasta aligerarlos y dejarlos desnudos.
Aunque parezca lo contrario, la dificultad artística, así al menos lo creo yo, está en la sencillez, no tanto en lo barroco o retorcido. Juan Ramón Jiménez es el gran exponente de ello hasta casi obsesionarse. Por eso al final de su vida renegó de toda poesía modernista, que corregía constantemente porque observaba cómo le sobraba casi todo. Juan Ramón contemplaba el joven que fue con aire de monstruosidad, preguntándose quizá cómo pudo escribir aquello que un día le pareció bello y abominable hoy. “Vino, primero, pura, vestida de inocencia... Luego se fue vistiendo de no sé qué ropajes. Y la fui odiando sin saberlo... Y se quitó la túnica, y apareció desnuda toda...”. Y es lo que Cano nos deja también sin saberlo, o en el fondo sí. Todo su camino, de ida y vuelta, regreso constante a las plantas de los pies de un barro sobre el que se levanta la vida. Los apóstoles son personas de su ámbito, de su mundo, aquellos que le llamaron la atención por algo. Y los pinta desnudos, incertidumbre y rostro, inquietud y anhelo, creando una galería de pulsiones que saltan a la cara del espectador.
Los Grecos arriba y los Canos abajo son como un puro símbolo de la dualidad eterna que arrastra la filosofía, trascendente o no. Umbral tenía una imagen bellísima en algunas de sus columnas cuando comparaba algo grotesco, devaluado, sarcástico o depauperado con un cuadro del Greco del que habían huido los apóstoles. Las dos series juntas me evocan aquello que querríamos ser y lo que realmente somos, con sus virtudes y defectos. Pedro calvo, Juan joven como su hijo, Mateo avaricia, Tomás dudando, Judas acusando... Iscariote es el único que mira fijamente al espectador mientras que el resto eleva sus ojos al cielo. Es el puñal de la culpa y la traición que hiende su filo en el remordimiento de quien lo está viendo y sabe por qué. Todos llevamos un muerto dentro.
Serán solo quince días, pero provechosos. Si pueden, pasen a verla, que no les dejará indiferente. Tantos apóstoles juntos son como un gobierno de coalición, con los del Psoe por un lado y los de Podemos por otro. La vida misma, la inquietud permanente, la degradación imprevista. De cómo nos vemos nosotros a cómo realmente nos ven. La bella que querríamos ser y la bestia que nos habita por dentro.