Lecciones del Transparente
Pasear por la Catedral de Toledo es hacerlo como por un libro abierto. El sábado aproveché la oportunidad para volver a recorrer sus naves, capillas y monumentos, una vez que la Iglesia ha decidido abrirla al público de nuevo. Y es una magistral clase de Historia, donde se superponen reyes, cardenales y nobles que escribieron con su sudor y sangre algunas de las líneas más trascendentes de nuestro periplo como nación. Está incluso el acta visigoda de la conversión de Recaredo en el 587 a la cristiandad, una especie de mareo y vértigo que le entra al visitante al comprobar los años que tiene este tinglado. Es el hombre chiquito frente a su Historia, las naves altas del tiempo que hablan de lo deprisa que todo pasa y todo queda, que diría Machado. Y cada generación dejó su impronta acumulada en los siglos que llegan a nosotros para que sepamos leerlas.
No sé por qué me detuve de manera especial en el Transparente de Narciso Tomé. Lo he visto y contemplado mil veces, pero debe ser que la pandemia nos ha dejado agujeros en los ojos, como en el ensayo de Saramago. Quizá sea porque los tiempos se oscurecieron con el coronavirus y solo las plagas, la peste y el cólera anidaban en mi cabeza. Pero la luz que irradiaba aquel día hizo que me quedara prendado de él. Hace falta luz en nuestras vidas, pensé. Y seguí cavilando.
Dicen los que de esto saben que la idea del Transparente fue del arzobispo Astorga, que quería dar más luz al Sagrario de la Catedral. Pronto quedó seducido por el proyecto del maestro Tomé, que había trabajado nada menos que con Churriguera. Y no se le ocurrió otra cosa que romper la bóveda de la catedral medieval a la altura de la girola para que toda la luz posible entrara a cañón igual que una revelación divina. El resto ya lo saben. Uno de los conjuntos más hermosos que puedan contemplarse, lleno de angelotes, apóstoles, deidades, figuras bíblicas retorcidas a la manera barroca, o ya más rococó del XVIII. El resultado es verdaderamente original para la época y aún hoy nos sigue sorprendiendo al contemplar la luz cegadora, el destello celestial que emana a la espalda del altar mayor.
Cierto es que hay que levantar la cabeza para encontrar el secreto de la luz, casi como en la caverna de Platón. Y una vez que uno encuentra el punto de inicio, la bóveda que se abre, no puede dejar de fijar sus ojos en él. Es como magia, arte de birlibirloque que vuelve loco a quien lo mira. Una fiesta principal, alucinante, con los apóstoles reunidos en la cena, cegados por la Eucaristía y la luz que irradia de lo Alto. Qué pena que hayamos perdido la trascendencia para explicar la vida.
Pero lo cierto es que la luz es más necesaria hoy que nunca, un transparente que abra los ojos del odio, la cerrazón y la casuística. Los borregos van en rebaños de a dos, rojos y fachas, pintados cada uno a su manera. Nada les hace pensar que pueden no llevar razón, que la duda es el principio del conocimiento, que el coronavirus ha desnudado la vida como la conocíamos. Nos falta luz, desde la tarjeta de Iglesias a los planes de Sánchez. Y un Tomé que ilumine la escena. Podríamos ser los periodistas, aquellos al menos -pocos- que decidan dejar los rebaños y hacer de la honestidad la luz de la transparencia.