El Comentario

¿Y Castilla?

15 julio, 2017 00:00

Metidos como estamos en esta esquizofrenia con la que el anunciado referéndum separatista catalán ha contagiado al resto de los españoles que nos preocupan las cosas públicas, no es ejercicio baldío detenerse a reflexionar sobre algunas ideas y hechos elementales que, en alguna forma, explican el por qué de haberse alcanzado este punto crítico y haberse llegado a una situación, tan de extremada gravedad, que de su resultado depende cuál haya de ser el futuro más inmediato, y no tan inmediato, de la convivencia colectiva en este territorio que veníamos conociendo con el nombre de España.

No es mi propósito, ni éste es lugar,  abordar en detalle ese conjunto de hechos ni los idearios políticos en los que se han sustentado desde aquellos ya lejanos años en los que dio comienzo nuestra actual andadura democrática. El primero de todos, bien aprovechado por los separatismos periféricos, con una importante dosis de victimismo, la difusión de la idea de  que los partidos políticos nacionalistas y los principios secesionistas sobre los que se asentaba su discurso político, formaban parte del elenco de los grupos perdedores de la guerra civil.

El falso correlato inmediato era que la idea de la unidad de España, como señal identificativa de patriotismo,  era patrimonio exclusivo de la derecha vencedora en la contienda. Y más aún, dada la personalidad política del victorioso General Franco, y para extremar ese diagnóstico en un paso más,  que esa idea de la unidad nacional era exclusivamente propia de la ideología fascista.

Para el discurso que la izquierda política ha venido construyendo en estos años, la defensa de la unidad de España y el rechazo a cualquier forma que la pusiera en entredicho, era cosa de fachas y de franquistas nostálgicos, mientras que la tibieza, e incluso la negación de esos principios era señal necesaria e inequívoca de progresismo.

Bien es cierto que de ese patrimonio común –unidad nacional, patria, bandera–,  con tanto oportunismo como victimismo en la otra parte, se aprovechó, como valor exclusivamente propio, el régimen surgido de la victoria. Hubieron de pasar muchos años hasta que en los albores de los presentes tiempos democráticos, Santiago Carrillo, el líder del único partido con verdadero protagonismo de oposición en la larga etapa de la Dictadura, hiciera solemne y público acto de reconocimiento de la unidad nacional, personificado en aquel momento histórico con la presencia de la bandera roja y gualda y el acatamiento del régimen constitucional de monarquía parlamentaria.

Balance discretamente satisfactorio

Desde aquel momento hasta nuestros días, han pasado muchas y muy importantes cosas en España. Es un balance que, con sus luces y sus sombras, con sus aspectos positivos junto a otros claramente negativos, de carácter tan preocupante que no cabe ignorar, podemos calificar de discretamente satisfactorio.

Así, cambios más hondos que los puramente generacionales y modificación notable de la composición de la población, nuevos modos de conductas personales y colectivas y reposición de modelos  y expresiones sociales y culturales de los que dudosamente se podrá afirmar que han mejorado moral y estéticamente los precedentes, han sido, entre otros, elementos muy significativos de profunda transformación de nuestra sociedad.

Hemos asistido, en un clima de absoluta normalidad democrática,  a alternancias gubernamentales de distinto signo ideológico y a la desaparición o sustitución de los líderes políticos que las protagonizaban. Hemos presenciado el mismo proceso de cambio y relevos en las cúpulas dirigentes de los propios partidos políticos. Hemos también percibido, con preocupada desazón, que el discurso político de algunos partidos y de sus más cualificados representantes sigue todavía anclado en la alusión a una guerra civil de cuyo final muy pronto se cumplirán nada menos que  ochenta años, referencia cargada todavía, y por desgracia, con tintes de revanchismo y rencor, aspecto tanto más inquietante e inexplicable  cuanto que es manifestado con frecuencia por un cierto sector de la población joven que ni vivió la contienda ni la posterior etapa autocrática del régimen que siguió a la misma.

Hemos soportado estoicamente, sin que nadie haya dicho basta con la suficiente energía, que el parlamento español haya consumido horas y horas, en debates tan interminables como repetitivos y cansinos, siempre planteado por los partidos nacionalistas de la periferia, sobre transferencias autonómicas insatisfechas, presuntos agravios del Estado español –decir España era cosa prohibida– reivindicaciones económicas en línea con el “España nos roba” y, en fin, un inacabable caudal de tiempo perdido de actividad parlamentaria, bien necesario por otra parte para tratar y debatir asuntos de interés general y, sobre todo, de interés para el resto de las regiones españolas no separatistas que, con tan absorbente protagonismo, sobre todo de nacionalistas catalanes y vascos, se han visto postergadas y casi humilladas. En paralelo, y en la propia comunidad catalana, una deplorable decisión de transferir la enseñanza como competencia estatal, se ha ocupado, y muy mucho, aparte de deformar y subvertir groseramente el más elemental y objetivo relato histórico, en formar a varias generaciones de jóvenes, no en el amor a Cataluña, sino en el odio a España.

Una causa que ya nunca podrá ser justa

En otro orden de cosas, hemos superado la terrible prueba de un terrorismo homicida, con el trágico balance de casi mil víctimas inocentes, y que si alguna presunta justificación hubiera sido vilmente esgrimida por cualquiera de sus más fanáticos valedores –todavía algunos, incluso en el ámbito de los emergentes, están en ese ignominioso intento– quedaría política y moralmente fulminada por el simple hecho de pretender construirse sobre tanta sangre inocente derramada. Su causa, llámese independencia, llámese patria vasca, llámese como se quiera, tan criminalmente contaminada, es una causa que ya nunca podrá ser justa, ni mucho menos noble.

Amargo fruto de ello es el que en este tiempo se nos ha dado a conocer al resto de la población española: no es otro que el de contemplar estupefactos a una sociedad moralmente enferma –la sociedad de las Provincias Vascongadas– cuya vida colectiva, preñada de silencios o de miedos, cuando no de complicidades culpables, envuelta en inhibiciones o cobardías o simple pasotismo interesado ha preferido convivir con la extorsión y el crimen a hacer noble ejercicio diario de dignidad y libertad. 

Pero de todo ese cúmulo de vivencias colectivas nos faltaba la más reciente y traumática y que no es otra que la ya declarada intención, hecha ya explícita sin ambages ni tapujos, de romper España. Es, además de casi  punto final de un proceso largamente madurado y gestado, la señal más palmaria e indiscutible de lo que, desde hace tiempo vengo calificando como el fracaso de un proyecto. Es el Estado de las Autonomías, pieza básica de la Constitución de 1978, y que se alumbra y nace con el exclusivo propósito de integrar a los nacionalismos vasco y catalán en un proyecto de convivencia común con el resto de las regiones españolas y en el seno de una única Nación, España, y con una única soberanía, la del pueblo español.

Ese compromiso constituyente implicaba la renuncia a cualquier intento separatista de esas regiones, y su plasmación en la norma de máximo rango, el texto constitucional, era articular una forma de distribución del poder político territorial del país. Ese fue el leit motiv del Estado de las Autonomías, expresado por alguno de sus mentores, con tanta frívola ironía como falta de fe en el proyecto, con la frase de “café para todos”.

Los nuevos intereses creados

Pues bien, el punto en el que ahora nos encontramos es el más concluyente mentís a la validez de aquel proyecto, el más indiscutible síntoma de su frustración y fracaso. La pregunta, si queremos ser  consecuentes, se impone como inevitable:  ¿Qué sentido tiene mantener un proyecto político cuyo objetivo principal, prácticamente único, se ha visto al final saldado con un estrepitoso fracaso? Cosa distinta será que pretenda mantenerse por los nuevos intereses creados –una vez más don Jacinto Benavente con nosotros– de todo tipo en su entorno, en gran medida personales,  o por esas inercias por las que tanto cuesta romper con ciertos procesos “históricos”.

Y cosa distinta también que nos estén apareciendo bienintencionados –o quizá no tanto– presuntos poseedores de la varita mágica, en formato de nuevos salvapatrias,  que nos permita salir de la cueva. Una de las fórmulas que viene teniendo más acogida con éxito en el mundo mediático es la de la reforma constitucional.

Pero vayamos por partes: se trataría de una solicitud de reforma de la Constitución, esencialmente política,  que en absoluto es asunto prioritario en el conjunto de las reformas necesarias, totalmente ajena a cualquier sentimiento mayoritario de la totalidad de la población española y, en definitiva, sólo planteada a rastras y al rebufo del órdago del referendum del separatismo catalán, con lo que a las regiones españolas no separatistas se nos asigna, de manera bastante humillante por cierto, el papel de comparsas y de subsidiarios segundones en una presuntamente imprescindible reforma constitucional que a nosotros, dicho sea con toda sinceridad y crudeza,  ni nos va ni nos viene, de la que para nada depende el progreso y bienestar de nuestras gentes y que, para la gran mayoría del pueblo español, no tiene nada de urgente ni acaso de necesaria.

Es muy curioso constatar que entre los ímpetus más revolucionarios  de los partidos emergentes más antistema no figura ni por asomo el que, hoy por hoy, sería el objetivo único y más revolucionario para transformar radicalmente la actual estructura del Estado español, y que no sería otro que el de la supresión del evidentemente fracasado Estado de las Autonomías y la consiguiente anulación del Título Octavo de la Constitución. Al parecer, esa revolución no es la suya. A pesar de ser origen de un gasto público tan inmenso como inútil, rémora de cualquier proceso de recuperación de la economía nacional  y raíz de no pocas corrupciones, esa revolución, por lo visto, no es la suya.

A la casta política central vino a añadirse la casta política autonómica, es decir, lo que en términos castizos nos recordaría aquello de que por si fuéramos pocos parió la abuela. Pero ellos, los emergentes, tan críticos contra las castas, parece que esta nueva no entra en su catálogo de rechazos e improperios.   Curioso pero explicable, porque al amparo de esa estructura estos grupos políticos, sus líderes y dirigentes más conspicuos, han conseguido sus primeras e importantes cuotas de poder con todo lo que ello implica, tanto a nivel de grupo como a escala personal. Curiosamente, de esa Transición que tanto denigran y a la que tanto menosprecian, no critican ni reniegan del peor y más lamentable de sus “logros”. Cosa sorprendente.

Partido Sanchista Oportunista Ex-pañol

Pero ya de paso hagamos alguna reflexión imprescindible sobre el tan cacareado proyecto federal: ¿Y Castilla? ¿Qué hacemos con Castilla en esta España federal, plurinacional, nación de naciones? ¿Nos lo podría explicar a los dudosos y escépticos este renacido Partido Sanchista Oportunista Ex-pañol? ¿Nos podría explicar en su nuevo diseño, su gran invento para salir del atolladero en el que estamos, quién es la “nueva” nación castellana que forme parte de esa ensalada calificada de plurinacionalidad? ¿Quién es?, por favor, ¿nos lo podrían decir? ¿Nos lo podría decir alguno/a de los/as reyezuelos/as de las taifas? ¿Es Madrid? ¿Ese “madrid” tan odiado y odioso, demonizado como símbolo y máximo exponente del centralismo,  que, al conjuro de su solo nombre, se descargan todas las iras y odios del catalanismo nacionalista? ¿Lo es, acaso, sin producir ataques de risa floja, esta Castilla–La Mancha, a la que, para poder diferenciarla en el mapa autonómico, hubo que poner un vulgar y ridículo guión en su denominación de “ni chicha ni limoná”? ¿O, por ventura, será esa Castilla y León, también con su hueco en el mapa, a la que hubo que buscar, para contentar a todos, ese emparejamiento con leoneses, de  vecinos bien avenidos que, en este caso, en vez de “guión” se resolvía con una “y”, más que nunca copulativa?

Y muy por el contrario, ¿pensará alguien, sin que tiemblen los cimientos de los separatismos periféricos, que esa Castilla, a propósito alevosamente fragmentada en el “café para todos”, es la Castilla que empieza en Despeñaperros y termina en las riberas del Mar Cantábrico? ¡Qué distintas habrían sido las cosas si en el diseño autonómico esa hubiera sido la Castilla constitucional de 1978! Pero…no era posible. El proyecto era exactamente el contrario:  romper esa Castilla era casi el comienzo, paso ineludible y premeditado, de romper España, que era lo que se pretendía y en lo que ahora estamos

¡Qué bien lo entendieron desde el principio los tramposos y desleales de los diversos nacionalismos periféricos! ¡Qué ingenuos o derrochadores de buena fe los que entonces creímos que el Estado de las Autonomías cerraría de una vez y para siempre las irrenunciables aspiraciones de los separatistas! ¡Qué torpes para no entender que aquella consigna de las primeras manifestaciones de la etapa democrática –“¡libertad, amnistía y estatut de autonomía!”– era una mezcla envenenada, una triquiñuela que tenía trampa!

Y me pregunto: ¿Tan ingenuos y bien pensados como los que hoy, ahora, clamando por un diálogo –arma política arrojadiza–,  del que no se sabe sobre qué dialogar,  creen y proclaman que esas aspiraciones se verán saciadas con un modelo federal de reparto territorial del poder? O, ¿es que ya, visto lo visto, no son ni tan ingenuos ni tan bien pensados? ¿Acaso temerosos de pasarse de frenada y que su proclamada defensa de la unidad nacional, ajena a todo intento secesionista, sólo encubra, con falsía y cinismo, el principio del fin del estado autonómico, y con ello también el punto final de su chiringuito? O sea,  ¿aterrorizados que por reparar una sola columna –o dos, o tres, o…las que se vaya terciando–   se les hunda todo el edificio? Da que pensar.

Finalmente, quiero agradecer de todo corazón a este medio, El Digital Castilla-La Mancha, a su grupo editor, a su equipo directivo, que este artículo, tan distante de cualquier entusiasmo regionalista castellano-manchego, vea la luz en sus páginas. Demuestran así un auténtico espíritu liberal y tolerante, todo un ejemplo de respeto a la libertad de expresión como norma básica de un periodismo verdaderamente profesional y democrático. Mis más sinceras gracias.