Regenerar el país. Reconstruir la democracia
Una buena parte de la sociedad española aún no se ha recuperado del shock. El inesperado cambio de gobierno producido por una moción de censura, motivada al parecer por una demoledora sentencia judicial contra el partido que le sostenía, acusado de corrupción, ha sido el aparente e inevitable detonante de tan drástica mutación en el decurso de la vida política nacional.
La primera paradoja de la situación ha consistido en constatar con perplejidad que la moción era promovida por un partido censurante tan corrupto como el censurado. Producía estupor, próximo a la hilaridad, escuchar a la portavoz socialista doña Margarita Robles en su denodado esfuerzo dialéctico para convencer a la ciudadanía de que la moción de censura, en un arrebato de responsabilidad cívica, estaba motivada por una exigencia ética. Tierna escena protagonizada por la inefable doña Margarita.
Se usa cada vez menos el refranero español, pero habría sido cosa de recordar a la intrépida dama defensora de la moción aquello de “le dijo la sartén al cazo, no te acerques que me tiznas”.
Pero aparte comparaciones más o menos oportunas –siempre amenazadas por el “y tú más”–sobre la solvencia moral de las distintas formaciones políticas que compiten en el panorama político español con la única finalidad de alcanzar el poder –fuente inexorable, no se olvide, de toda corrupción– merece la pena que nos detengamos en extraer de la situación producida alguna consecuencia positiva, para hacer bueno –otra vez el refranero– lo de “no hay mal que por bien no venga”.
Ello nos obliga a poner en segundo plano algunos de los elementos más comentados en tertulias y mentideros políticos. Así, pasemos por alto el despropósito democrático de que se pueda alcanzar nada menos que la jefatura del gobierno con el precario apoyo de un grupo parlamentario de poco más de ochenta diputados, cincuenta menos que el del partido censurado y desplazado.
A tal fin, demos por contestada, o ni tan siquiera planteada, la sugerente pregunta sobre si es suficiente la sola y estricta legalidad constitucional del procedimiento del relevo gubernamental frente a la evidente insuficiencia ética de su resultado real, tanto más cuanto que era la razón ética la invocada para la operación política censurante.
Soslayemos también que se haya pretendido –¡y logrado!– conseguir la gobernación de la Nación con el apoyo de un buen grupo de partidos cuya única finalidad es destruirla y de otros cuya proximidad a los crímenes etarras es más que conocida.
Pasemos también por alto el chalaneo entre bambalinas, sin luz ni taquígrafos, escasamente democrático, que ha dado soporte egoísta e insolidario, a los apoyos políticos conseguidos por el partido propulsor de la moción. Cambio de cromos, incluida aprobación de presupuesto en beneficio vasco, que al final han resultado ser falsos.
Prescindamos, por tanto, de todas esas minucias y tiquismiquis de carácter estrictamente político, que serían facetas de una hipotética reconstrucción democrática, material de discutidores y tertulianos, para fijarnos en lo verdaderamente mollar, el auténtico fondo de la experiencia política vivida por la comunidad nacional con tan insólito motivo.
Porque la afortunada realidad es que todo lo anterior pertenece a una visión equivocada y derrotista de las cosas. Muy por el contrario, la conclusión no puede ser más positiva y optimista. Vivimos en un país impregnado por profundas convicciones morales, inundado de conductas, tanto personales como colectivas, cuya única y exclusiva motivación es el bien común, presididas en todo por la integridad y la rectitud de conciencia, alejadas del más mínimo atisbo de corrupción.
Nuestra clase política dirigente, fiel reflejo de esa maravillosa ciudadanía, se puede permitir lujos tales como cambiar un gobierno sin necesidad de consulta electoral alguna o renuncia del gobernante de turno por cualquier razón personal o partidaria. La ética, como razón última y definitiva de cualquier mutación política al más alto nivel, nos garantiza, como capital colectivo compartido por gobernantes y gobernados, que nuestra convivencia siempre estará regida por los más sólidos principios morales. ¡Qué maravilloso país en el que se cambia un gobierno por exigencias éticas! La simbiosis entre los que mandan y los mandados es total y perfecta.
Y es que aquí no hay nadie a quien se le ocurra, por ejemplo, pedir al menestral de turno que no incluya el IVA en la facturación de su servicio. Tampoco, por supuesto, renunciar al “pelotazo” de especular en la venta de un piso que adquirido por precio X, a la vuelta de unos meses le vende por precio 2X.
Ni que decir tiene que jamás encontraremos empresario alguno, de campanillas o de medio pelo, dispuesto a pasar por la ventanilla del tesorero o contable del partido político de turno, al menos para poder concurrir con otros colegas de la competencia en la licitación de tal o cual obra o servicio público a cambio del correspondiente peaje económico a ingresar en las arcas del partido, tan necesario para sufragar una buena campaña electoral, o en el bolsillo del propio ventanillero, que también tiene sus necesidades la criatura.
Por mucho que se indague en los entresijos económicos del mundillo empresarial nadie hallará en nuestro moralmente intachable país, sociedad alguna en la que conviva la contabilidad oficial de la misma con otra paralela o de Caja B. En la mayoría de los casos ni siquiera será conocida esa subrepticia forma de contabilidad de las finanzas del negocio. Será igualmente desconocida por inexistente la actividad de oficinas gestoras destinadas a asesorar a los particulares sobre la manera de eludir o minimizar el importe de su anual declaración de la renta.
Y, ¿qué diríamos de la estricta moralidad del funcionariado público? ¿Podría encontrar alguien a un Director General, Jefe de Área o de Servicio o plumífero cualquiera de distinguido pelaje que alguna vez haya aceptado favor económico o dádiva alguna, en dinero o en especie, a cambio de su favorable dictamen en una concesión administrativa dependiente de su firma? Búsquese igualmente empleado público alguno de cualquier administración, escala o nivel que jamás se haya escaqueado de su horario laboral, haya hecho del absentismo su religión, haya chuleado o eludido cualquiera de sus obligaciones como servidor público o haya simulado enfermedad para evitar su diaria asistencia al trabajo. Será una búsqueda inútil.
Que levante la mano quien conozca a una sola persona que haya obtenido gratuitamente o por influencia política cualquier carrera o titulación académica. Nada de manos arriba. Manos abajo y bien abajo.
Y así, hasta aburrir. Toda esa clase de gentes son extraterrestres que no pertenecen a nuestro modélico país. De no ser así, algún purista, cualquier aguafiestas aficionado a la moralina, ya estaría clamando por la necesidad de regenerar el país, versión pedestre de reconstruir la democracia.
De manera que en esa peculiar amalgama simbiótica entre razones políticas y exigencias morales, entre perfil y afinidades de representantes y representados, la soflama de la portavoz socialista planteando la moción de censura como una cuestión de ética estaba cargada de razón. ¿Habríamos de echar mano de nuevo al refranero y traer a colación aquello de que “de tal palo tal astilla”?, o la más clerical y monástica que pregona lo de “si el prior retoza, qué harán los frailes”. No, por favor, ni se nos ocurra.
O sea, que doña Margarita, en aquello de la cosa ética, llevaba más razón que una santa, la muchacha.