Otoño de Toledo
Llegadas estas fechas de días más cortos y melancolías más largas vengo a recordar que tengo señaladas en mi libro “De árboles en Toledo” otras tres de irrenunciable toledanía. El Corpus, el Valle y el Viernes Santo son, o al menos eran hasta que llegó el “politicorrectismo” que nos invade de mediocridad, tres días definitivos y definitorios de lo más esencialmente íntimo de la vieja capital del Tajo. “No sabríamos decir si Toledo –afirmaba yo allí– lo es sólo con plenitud en estas fechas o en ellas deja de serlo para transmutarse, al margen de su prosaica cotidianeidad, en una indescifrable idealización de sí misma”. Añado ahora que en esos días de rara identidad en el calendario carpetano, la ciudad se abre poco a poco a esa luz cenital nueva que, más allá del hosco invierno, ya ha quebrado las últimas sombras de los rincones de los patios vecinales y casi ha roto el misterio umbroso de los claustros de los solitarios conventos.
Es cierto que cada una de esas fechas tiene su propia luz y, declinado ya el sol, hasta su claridad epilogal, que deja en la ciudad un aura de quietud algo melancólica y misteriosa. La percibimos en su agonía crepuscular desde cualquiera de los miradores de El Valle al terminar la romería. Nos llega quizá al pisar el tomillo en el último callejeo que todavía nos entretiene entre Tornerías y Zocodover al caer la tarde del calderoniano “gran día de Dios”. Y nos estremece con algún imprevisto escalofrío cuando al final del paso procesional del Santo Entierro y “los armados”, entre el bullicio del gentío y los artilugios sonoros de los buhoneros que se van extinguiendo hasta el silencio, presentimos ya en el incierto resplandor del plenilunio que rompe alguna nube y traspasa de claridad tibia las espadañas y los campanarios, la proximidad triunfante del Resucitado.
Pero son, con toda su irreductible identidad, con su radical belleza, sólo tres fechas, tres hitos aislados de un calendario de alegrías efímeras y de presagio, ¡otra vez!, de lejanas esperanzas. Son tan solo unos días, no un tiempo, que, casi de sopetón, sin apenas margen para archivar los sentimientos –en su caso, sólo la lenta resistencia de los toldos del Corpus y el residual aroma del tomillo– llevarán a la ciudad a sus cotidianos avatares y a sus consuetudinarias rutinas. Aunque ya atenuado por prudentes medidas de peatonalización, el diario tormento del tráfico rodado volverá, como cada mañana, a convertir a buena parte de la vieja Ciudad Imperial en un laberinto moto/martirizado y doliente; por su parte, la hidra turística, intacta cada día su capacidad de expulsión, volverá a extender sus poderosos tentáculos por todos los barrios y hasta por las más recónditas callejuelas; y, cómo no, los políticos andarán moviéndose de un lado para otro en las salas de prensa de los partidos y de los organismos oficiales para anunciarnos, cada cual con su rollo, las formidables medidas que han puesto en marcha ese día para que seamos más felices. Muy de agradecer.
El otoño –el otoño de Toledo, naturalmente, quiero decir– es, sin embargo, otra cosa. No tiene días mágicos ni es un conjunto de fechas. Es sólo un tiempo. Un hermoso tiempo que, como sucede feliz y raramente algún año, si viene regado por el divino don de las lluvias generosas, convierte en gozo todo lo que hay de frustración y fracaso en una primavera que apenas ofrece rosas duraderas, que pasa del verde al amarillo sin matices. Una fugaz primavera, traza invisible de un tiempo huidizo, que casi nunca llega a ser, o que si llega, se nos escapa de las manos como esas tres mágicas fechas de nuestros amores.
Desde hace ya bastantes años, el mercantilismo oficial y subvencionado nos ha querido hacer creer que FARCAMA se incorporaba a ese paisaje del otoño toledano con pretensiones de seña de identidad propia. Inútil empeño. Es una magnífica muestra ferial de la maña artesanal y de la ejemplar laboriosidad de nuestras gentes, pero a esos efectos, la distancia que había entre La Peraleda –cuando esa era su ubicación– y Zocodover era casi tan grande como la que hay entre Marte y Cabo Cañaveral.
Ni siquiera en otro tiempo lograba erigirse en otoñal fecha significativa la frecuente visita que por esas calendas solía hacer al Coliseo de Rojas el aguerrido Tenorio, vaya usted a saber si porque ya, en el subconsciente colectivo, como un adelanto premonitorio, se sospechara que aquella trama de pasional amor romántico tenía un notorio tinte machista o acaso que el propio don Juan, para sorpresa de propios y extraños y para desconsuelo de la pobre doña Inés, no fuese un redomado embustero recién salido del armario.
Tampoco se incorporaban como señas propias de cronología oficial los habituales regresos de algún ciclo del repertorio zarzuelero, por más que durante bastantes días posteriores estuviéramos todavía tarareando la Canción de la Juventud de Doña Francisquita, el Preludio de Bohemios o, con alguna tentación de patriotismo municipal, el Canto a la Espada del Huésped del Sevillano.
El otoño, pues, llegaba y llega a Toledo como un tiempo sin fechas significativas. Llegaba, eso sí, a través de ese puente tendido sobre los días tórridos del estío inmisericorde, como un arco de dorada luz equinoccial lanzado al aire ardiente desde nuestras tres fechas mágicas, cuando los espinos majuelos de La Pozuela ya restallan de las bayas rojizas –las majoletas– con cuyos huesecillos encanutados disparábamos con aviesa intención a las piernas de las adolescentes colegialas, sometidas por la tribu estudiantil masculina –“Insti”, Maristas, Sadel– a tan inocuo fuego artillero en nuestras vueltas sin fin de “sacar agua” en Zocodover. Obsérvese al respecto que así, tan a lo tonto, la violencia de género ya apuntaba maneras.
Pero, en fin, estas y otras menos confesables, eran nuestras diversiones de aquellas fechas sin historia. Y también nuestras neuras. Éramos terriblemente infelices en aquel tiempo de otoño. Eran días de franquismo sin exhumar, todavía vivos. Los preservativos deseados por algún farolero intrépido –al final siempre inútiles– sólo se vendían en algunas farmacias. Los madridistas tenían que conformarse con Di Stéfano porque Cristiano Ronaldo no había hecho todavía la Primera Comunión. Los cinéfilos seguían soñando con esas vacaciones en Roma –en otoño o en cualquier tiempo, daba igual– acompañados de la chica y de la Vespa que nunca tuvieron. Y encima no teníamos botellón. Más infortunio, imposible.
También llegaba quizá el otoño cuando veíamos que el río venía algo más crecido y ya nadie se atrevía a vadearle por el arenal de la desaparecida Isla de Antolinez; o cuando íbamos al comienzo del curso a cualquiera de las librerías de la Calle Ancha para comprar pliegos de papel “guarro” –antes se nos había advertido que, a pesar del nombre, no lo buscáramos en la droguería del Pilar ni en la del señor Morcillo– hasta que el bueno de Juanga Gómez-Menor nos explicaba que era el indicado para nuestros dibujos a lápiz, al carboncillo o de acuarelas, gratuita explicación de la que sólo, que yo sepa, sacaron ejemplar provecho esos dos buenos amigos y magníficas personas, tan artistas en letras como en dibujos, que son Fernando Aranda y Luis Riaño.
¡Ah!, y sobre todo, cuando asomados al pretil de cualquiera de los puentes empezábamos a sentir el graznido estridente de los bandos de grullas, y las perdíamos por fin de vista, después de haberlas visto alinearse, una y otra vez, en las dos ramas de una uve, con una punta de flecha que marcaba mucho más el previsto destino de su periplo migratorio que el impreciso perfil de nuestros sueños. También ellas eran parte del paisaje de nuestro tiempo de otoño.
Hubo un tiempo, no demasiado lejano en nuestros vaivenes políticos, en que llamar a alguien nostálgico era algo así como denostarle con el peor de los insultos. Yo no sé si nuestra civilizada democracia nos ha permitido ya los suficientes avances como para reivindicar, sin que nadie lo tome como ofensa, sin que nadie te mire por ello torvamente, el derecho a la nostalgia. Aunque sólo sea en Toledo y… en otoño.