Cuarentena con Hitchcock, lo nuevo de los Rolling Stones y un romántico caminante
“Rebeca”, el gran Hitchcock
Estamos en la semana de Alfred Hitchcock: 40 años de su muerte. Momento de volver a “Rebeca”, adorable película que cumple maravillosamente 80 años y que, para mí, figura destacada en la larga lista de las obras maestras del gran director británico, prodigio de la psicología cinematográfica, genio del suspense. ¿Quién no tiene en su memoria una película favorita de Hitchcock, o varias, y una colección de escenas que no ha podido olvidar? Yo tengo “Rebeca” y he vuelto a verla: “Anoche soñé que volvía a Manderley”, el paisaje brumoso de los sueños, el tiempo huido para siempre y una bonita y a la vez extraña historia de amor apasionado que se mezcla, en los oscuros rincones del alma, con el relato turbio e inquietante de una muerte, a ratos angustioso. La compleja y misteriosa historia de una destrucción. La singular espectacularidad de las escenas interiores de la mansión, y todo lo que sucede dentro de ella, tan avasallador y deslumbrante, envuelven toda la película en un clima tan magnético como asfixiante, gigantesco, opresor, recreado por Hitchcock con mano magistral a pesar de que, en mi opinión, hay algo que no encaja en los protagonistas, Joan Fontaine, deslucida y sobreactuada, y Laurence Olivier, un poco acartonado, rígido. No sé: una pareja sin química, mucho mejor los secundarios. Pero la gran historia y el misterio que Hitchcock sabe ponerle a todo lo que toca hacen de “Rebeca” una fascinante película, de sobresaliente ambición, creo que su primer rodaje en Estados Unidos. Es fácil verla en estos días. Revísenla y asómbrense.
El mundo se desploma pero siempre nos quedará Keith Richards. Qué gran sorpresa: han vuelto los Rolling Stones, los viejos diablos del rock and roll. Un desierto de ocho años, una grabación en marcha para su próximo disco y, de pronto, con el planeta Tierra en cuarentena, los grandísimos Stones lanzan el temazo que pasará a la historia como la canción del confinamiento: “Living In a Ghost Town”, viviendo en una ciudad fantasma. La canción no es nueva, llevaba un tiempo compuesta, según ha contado Mick Jagger, pero la vida y la casualidad la han convertido en el tema perfecto para un momento como este. A los Rolling no les queda nada por hacer, ni tienen ya nada más que demostrar, son una de las más grandes bandas de rock de todos los tiempos, pero llegan ahora estos tíos únicos e incorregibles y se marcan un bombazo que ya se ha escuchado en todo el mundo con la fuerza y la vitalidad de los ochenta. Un ejemplo arrollador de frescura y creatividad, una actitud ante la vida, una forma de sentirse vivos. Después de un millón de buenas canciones, muchas emocionantes y emblemáticas, los Rolling Stones siguen siendo una escuela envidiable de rock and roll. Los vi en directo en Zaragoza en 2003 y espero no olvidar jamás la maravillosa lluvia de aquel día cuando sonaba, en acústico y a muy poquitos metros, el “Like a Rolling Stone” de Bob Dylan en una versión tan espectacular y tan bonita que la llevo para siempre en el corazón. El cielo y otras cuarenta mil almas llorando de emoción. Pasarán las generaciones y seguirán sonando los Stones.
El caminante de Friedrich
No entiendo nada de pintura, pero siempre me ha impresionado este cuadro. “El caminante sobre el mar de nubes” de Caspar David Friedrich. Pero ¿qué significado tiene? ¿dónde está su magia? ¿por qué este hipnotismo y fascinación? Nos dicen que es una de las grandes obras del romanticismo y que, como tal, enfrenta al hombre con la naturaleza y simboliza la relación del ser humano con el mundo, su grandeza inabarcable, y también con el más allá, el misterio de la vida y la muerte, y lo eterno que llega después. En torno a esas ideas puede reflexionarse mucho, que cada uno piense lo que quiera. Lo mío con este cuadro es sólo intuición, la seductora imagen de ese hombre sobre la cima mirando la inmensidad y sobrevolando tal vez dos sentimientos contradictorios: la dominación del mundo y la superioridad humana ante el resto de los seres y las cosas y, a la vez, lo abrumador del infinito gigantesco ante la pequeñez de un hombre sin ningún control sobre la naturaleza, ni sobre Dios, ni sobre el futuro, ni sobre casi nada. El ser humano ¿y su arrogancia? en soledad desprotegida, a la intemperie, ante cualquier golpe que la vida quiera darnos, y todas las turbulencias y tormentas interiores que nos provoca esa inestabilidad: una idea fascinante que siempre he querido ver en algunas obras, por ejemplo, de Anton Chéjov. Miramos a ese caminante y nos ponemos en su misma perspectiva porque en esa cima estamos todos, entre la bruma y lo sublime, lo humano y lo divino, el sol y su alegría frente a las tinieblas y el desasosiego. La vida al natural, con su belleza y su tragedia.
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