El gran Javier Ruiz en estado de gracia y el último clásico
Javier Ruiz, un gran hombre de radio, un periodista, un amigo
Manchego en estado puro y toledano de vocación y pasión, el gran Javier Ruiz es un periodista de una vez. Todo en uno: reportero, hombre de radio, columnista y pregonero de las mejores Semanas Santas del mundo, que son las suyas porque son las que lleva en el corazón y las que le remueven por dentro. Y en todo un tío grande, aunque él es más bien tirando a bajito y con gafas molonas, que debe ser por eso por lo que escribe tan bien. O sea, la mirada y la elegancia. La pluma. Javier Ruiz, un amigo, me ha hecho el honor de tenerme en su agenda y, de tarde en tarde, darle a la prosa en alguna de esas comidas que se van alargando mucho y luego uno se va directamente a la cama con la sensación de haber tenido un gran día feliz. Me faltan días y me faltan menús, pero todavía hay un mundo por recorrer: Ruiz es uno de los periodistas más cultos que conozco personalmente y un tipo que siempre le pone contexto, historia y profundidad a las cosas que cuenta, y esa gran habilidad es una rara especie en el periodismo que a mí me fascina, y me deja siempre con ganas de más. Más amigos, más conversaciones y más periodismo del bueno. La perplejidad ante el periodista que conoce tan bien su oficio y está llamado por él. El otro día se marcó Javier Ruiz en su espacio regional de Onda Cero una lección de historia que fue para llorar de bonita y de emoción, más en estos tiempos políticos tan cafres y ausentes de razón que nos toca vivir: por allí desfilaron palabras maestras de Claudio Sánchez-Albornoz, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, entre otros, con testimonios y documentos sonoros, y eso fue una esperanza y una mirada de concordia que me dejó impresionado. También de periodismo y de radio de calidad. A Ruiz le tengo pronosticado el salto a la fama, que es el único que, si acaso, le queda por dar: el triple salto mortal del oficio ya lo dio hace muchos años y en el pico de esa montaña tan alta sigue instalado, el tío, sin querer bajarse de ahí. Javier, que te queremos. Sigue tu camino en el candelabro y con los ojos abiertos de par en par. Como siempre, o sea. Venga otra ronda.
Clint Eastwood, el último gran clásico
Qué bonito es que un tío tan grande como Clint Eastwood, con esa singular e impresionante carrera en el cine, cumpla los noventa años y lo haga con tan envidiable vitalidad y un genio creativo asombroso. No parece que cualquiera pueda llegar a esta cima: quitarse el sombrero y pedir la receta, por lo que pueda pasar. El último gran clásico, que lo ha sido todo en los últimos sesenta y cinco años en la historia del cine, nos da una lección absoluta de ganas de vivir, de talento y de no regalarle al tiempo escurridizo ni un segundo más de lo estrictamente necesario. Un tío con carácter y una mirada personal. Y una película y otra más y otras más y así toda la vida. Y, por el medio, unas cuantas obras maestras. ¡Qué grande! Ser joven a los 90 años es un privilegio al alcance de muy poquitos: actor, director, productor, compositor, músico (¿quién da más?), Clint Eastwood es el maldito dueño de la pocilga, pero sobre todo es la pasión por el cine y la vida, un cascarrabias adorable, maravilloso y genial. Casi todo lo suyo personalmente me ha ido cayendo del lado bueno, y no sabría decir si hizo alguna vez una mala película, pero son tantas las buenas que yo llevo muchos años rendido. Citaré sin orden mis cinco preferencias mayores: “Sin perdón” (no te la puedes perder), “Mystic River” (impactante, tremenda, dolorosa), “Los puentes de Madison” (apasionada y apasionante), “Gran Torino” (te removerá algo por dentro) y “Million Dollar Baby” (contundente, cruda, real). Y no puedo dejar de llevar en mi corazón al menos otras cuatro: la fantástica “Bird” sobre el gran Charly Parker, “El intercambio” y las dos sobre la Segunda Guerra Mundial, lado americano, lado japonés, que son “Banderas de nuestros padres” y “Cartas desde Iwo Jima”. Y dos más que han forjado al personaje: “El jinete pálido” y “Sargento de hierro”. Gracias, Clint Eastwood, un viaje maravilloso. Felices 90 y a seguir la buena racha.
Bob Dylan y las vueltas al mundo
Suele decir el gran José Luis Garci que “Like a Rolling Stone” de Bob Dylan es la mejor canción del siglo XX. Yo creo que se queda corto. Fascinante y maravillosa, es la canción de mi vida, aunque llevo esta pena en el alma: no poder volver a escucharla nunca jamás por primera vez, y así sigo lo menos desde hace cuarenta años. No lo dudes: si Bob Dylan, el compositor, el músico, el artista, no existiera, el mundo tendría que ponerse de acuerdo para inventarlo: es un bien patrimonio de la humanidad. Figura imprescindible absolutamente en la historia de la música popular, Dylan es el genio indiscutible con el mayor número de obras maestras y grandes canciones por metro cuadrado, y probablemente no exista un solo disco suyo en el que no encontremos cosas maravillosass o algún detalle del cielo. La señorita solitaria de “Like a Rolling Stone”, princesa destronada en la torre, piedra que rueda, es tan emocionante que, tanto tiempo después, sigo descubriéndome las estrellitas doradas en los ojos y un cañonazo de fuerza, si bien toda esa escalada uno quiere que nunca se acabe. Coge toda la discografía de Bob Dylan y sal corriendo con el tocadiscos por si acaso llega algún apocalipsis y hay que largarse a una isla desierta. Ahora bien: no voy a negar que se puede ser un genio y un imbécil a la vez, como el propio Dylan ya tiene muy demostrado, pero esa es otra historia y tendrá que ser contada en otra ocasión. El mundo es apasionante.
LEE AQUÍ LAS ANTERIORES ENTREGAS DE "EL LADO BUENO:
Constelación de estrellas: Eva, Luis, Edward y el tigre
Ejemplo y alegría de mi amigo Manolo y un Bono estremecedor
Periodistas, cínicos, Kapuscinski y los arrebatadores ojos de Joanna Kulig