Decepción
He de confesar que estoy perplejo y, en cierto sentido, decepcionado. No tiene nada que ver mi decepción con una situación de fe o con una crisis personal. Creo que, a pesar de mis pecados, nunca he tenido una crisis en mi fe en Dios, que por Jesucristo se me ha revelado, como a todos los cristianos, vivo y presente por la gracia del Espíritu Santo, el Consolador. Mi perplejidad y decepción tienen que ver con la clase política, desde hace ya bastantes años. No con quienes, en general, se dedican a esa noble tarea de regir y gestionar la “polis”; tampoco con personas concretas en el nivel local, autonómico o nacional, porque eso sería injusto por mi parte y reconozco que entre los políticos, aunque hay gente que lo hace mal, también los hay que sirven con honestidad a sus conciudadanos, a pesar de las ideologías y disciplinas de partido. Mi reflexión se refiere, pues, al panorama político español, en general.
No resulta sencillo explicar lo que percibo y siento con delicadeza y tratar de ser objetivo, pero intentaré hacerlo. Todo viene tal vez por la edad que tengo (76) y las diferentes responsabilidades que, a lo largo de 48 años de sacerdote, he vivido en lugares distintos en los diferentes momentos de la transición política en nuestro país. No es, por tanto, cuestión de geografía, sino de historia. Mi decepción está ligada a lo que creía que no volvería a pasar en España: la división de nuestra Patria en sectores enfrentados, faltos de objetividad y con una visión del mundo limitada a su prisma, su horizonte o su perspectiva, en la que no hay lugar para el diálogo sincero.
Me preocupa el riesgo de fracaso de la clase política en España, donde los grandes y pequeños partidos políticos pierden el norte y se confinan en un horizonte estrecho, romo. Es penoso que quieran utilizar a toda la sociedad española para enfrascarla en estas posturas irreconciliables que ellos tienen. Yo esperaba, como hijo de esta España y, por supuesto, católico, que el pacto logrado en la transición se mantuviera en el tiempo y la búsqueda del acuerdo en temas fundamentales fuera la tónica dominante, pero no es así. No estoy refiriéndome a la legítima libertad de preferir a este o a aquel grupo, a este o a aquel partido que presenta su proyecto o programa electoral. Me refiero a que no salte por los aires un marco de convivencia respetado por todos, que salvaguarda la paz social entre nosotros.
¿Tenemos la culpa de esta situación la inmensa mayoría de los españoles que no estamos en la militancia política? Ciertamente, tenemos algo de culpa, pues quizás los ciudadanos hemos renunciado a la presencia en las estructuras sociales y prepolíticas, pero infinitamente más responsables son los políticos, o porque no están bien preparados, o porque se dejan guiar por sus ambiciones, o por la envidia, o por la cortedad de miras. También por no tener en cuenta que, entre ellos, no son enemigos, sino solo adversarios en lo político, y que el bien común es más importante que el concreto partido o coalición que gobierna o gobernará. Los espectáculos que están dando los partidos a mí me llenan de tristeza y me decepcionan.
¿Estoy abogando por un buenismo deslucido o incoloro, por un “lessez faire, lessez passer”, o un “aquí vale todo”? En absoluto. Estoy intentando decir que la clase política es importante, pero está sobredimensionada en España, esto es, se le da un papel preponderante que no es equilibrado dentro de una sociedad como la nuestra. Permítaseme este paralelismo: de la misma manera que la Iglesia no somos sólo los Obispos, sino que el protagonismo de su acción y misión lo ha de tener todo el Pueblo de Dios –formado por obispos, sacerdotes, religiosos y laicos– y, en consecuencia, es errónea la imagen de la Iglesia como jerarquía que se ofrece tantas veces desde la opinión pública, tampoco es buena la tendencia de los políticos a ocupar toda la representación social y política y la imagen de la política que se da desde los medios. Parece que sólo es importante lo que los medios digan sobre la opinión de este o aquel dirigente político, esta o aquella declaración, sea o no una “salida de pata de banco”, y siempre en género literario “polémica”. La política es más que los partidos.
Nadie le va a quitar al Congreso de los Diputados o al Senado el valor y la importancia que tienen. Dígase lo mismo de los parlamentos autonómicos, cada uno con sus peculiaridades. Necesitamos la política, pero entendida como servicio al bien común. No obstante, hemos de hacernos esta pregunta: ¿cómo no pensar que en la confección de las leyes se deslizan tantas sinrazones ideológicas, que poco tiene que ver con el interés general o con el bien común? ¡Cuánto me acuerdo de un profesor de instituto que me aseveraba que el problema de la educación en España entraría en una aceptable solución si los partidos políticos dejaran sus ideologías a un lado a la hora de aprobar leyes de educación, pues nada bueno hacen en ese campo las ideologías excluyentes! ¡Nosotros preferimos enfrentar la educación pública con la privada, como si ésta no fuera pública y, por el contario, sí siempre elitista! Y son tantos los políticos que pretenden que ambas modalidades de educación, queridas por los padres, se enfrenten de modo irreconciliable. Como si se tratase de enemigos futbolísticos que solo gozan cuando el equipo rival pierde con su equipo, o ante cualquier otro.
Pienso en el momento en que vivimos en España, tras haber sufrido este coronavirus Covid-19. ¿Cómo se puede afrontar un proyecto de rehacer, por ejemplo, el tejido productivo y social, sin un mínimo de unidad de acción, de confiar los unos en los otros, aunque sea mínimamente? ¿No sería el momento de hacer en Europa y en España las cosas de otro modo, pues no es la técnica y la ciencia únicamente las que nos darán capacidad de vivir de otro modo menos lesivo para la naturaleza y más abierto al conjunto de los países del planeta? Hace falta más generosidad y capacidad de acogida y menos bloques que conducen a la inoperancia. En este momento necesitamos regenerar el compromiso social, algo que incumbe a quienes están en política, pero no sólo.
Al final les digo que no es importante que mi perplejidad y decepción desaparezcan; yo apenas soy uno que escribe algo y ha predicado mucho. A mí se me puede criticar como a cualquier ser humano. Es más importante que el conjunto de los que formamos la sociedad española, tan compleja, tenga la seguridad de no ser manejados por los intereses partidistas de gobernantes mediocres. Me aflige, y mucho, pues, que los que forman esta sociedad nuestra contemporánea no sean respetados y vuelvan a estar como meros espectadores que miran lo que sucede en el mundo político y no intenten resolver sus problemas. También que seamos manipulados por los partidos políticos en enfrentamientos que a nada conducen, sino a la fluctuación. ¿Será que ha de crecer y mucho la sociedad civil? Pensemos en la necesidad de una sociedad civil fuerte que, respetando el orden constitucional, ofrezca soluciones que los partidos políticos estudien y pongan en práctica y, al mismo tiempo, transforme las estructuras sociales para hacer de ellas espacios de encuentro, diálogo y puesta en marcha de iniciativas para el bien de todos.
No quiero dar lecciones a nadie; solo he querido expresar mi sentimiento de decepción ante lo que estamos viviendo, cuando sería necesario dar salida a soluciones que sirvan para todos, al menos en una proporción aceptable; ponernos de acuerdo en todo no será posible, pero sí merece la pena buscar el consenso en los aspectos esenciales y pensando siempre en el bien común. La importancia de este tiempo primero, tras dejar el estado de alarma, no se le oculta a nadie. Como creyente, miembro de la comunidad humana que llamamos España, no voy a dejar de rezar por todos estos temas. Dios es siempre mayor (“Deus semper maior”).
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo, Emérito de Toledo