El contexto litúrgico de la vida moral
Es muy poco lo que sé sobre bioética y ética social; no debo, pues, dar lecciones, pero me ha parecido importante, en la situación sanitaria y moral en la que nos movemos, interesarnos por alguna cuestión que aclare posibles dudas. Encontramos autores católicos que hablan con desparpajo de teología y de ética médica, abordando la tradicional separación entre los ámbitos de la bioética y la ética social. Me parece genial, en este sentido, que en lugar de la “bioética secular”, se desarrolle lo que podríamos llamar una política cristiana de la medicina. De todas formas, no quiero en ningún momento meterme en un campo difícil, con conceptos complicados. Seguro en entre nosotros hay católicos que conocen bien la bioética y practican la política cristiana de la medicina. No se asusten porque hable de política cristiana, “la política” aquí nada tiene que ver con la política de partidos, ni de lucha política de cada día. Es simplemente la conducta moral de los que habitan la “polis”.
Leyendo a un autor concreto (la norteamericana Therese Lysaught), esta profesora de teología moral en una universidad de Wisconsin sostiene que, al comienzo de cualquier reflexión sobre la vida moral cristiana, hay que colocar el culto, la liturgia, la Eucaristía; otros prefieren asociar la “moralidad” en primer lugar con las obligaciones, los derechos y las reglas. En efecto, en el culto estamos en presencia de Dios y lo encontramos en el sacramento de su amor. Y el amor es lo que modela toda nuestra vida moral. ¡Sorprendente perspectiva! Veamos qué puede proporcionarnos, pues nos viene bien cuanto nos dé esperanza en el campo de la salud.
Como en otros campos, solemos separar lo espiritual y lo corporal. Mala cosa. La nueva “teología política” rechaza esta separación entre lo “espiritual” y lo “temporal”; también la disyuntiva entre lo “espiritual” y lo “corporal”. Los Padres de la Iglesia ya hablaban por ello de la salvación de todo nuestro ser por la Eucaristía. ¡Claro! La Eucaristía nutre no sólo el ama, sino también el cuerpo. Por la presencia sustancial de Cristo, el cuerpo es santificado, consagrado a Cristo. Santo Tomás, citando a San Ambrosio –“el cuerpo se ofrece por la salvación del cuerpo y la sangre por la salvación del alma”– precisa que “el uno y la otra operan por la salvación de los dos, pues Cristo entero está bajo cada uno de ellos, como hemos visto. Y aunque el cuerpo no sea objeto inmediato de la gracia, no obstante, el efecto de la gracia repercute en el cuerpo” (Summa Theologica, III, 79,1).
Son muchas las veces que evoca la Liturgia los efectos temporales de la comunión eucarística en la celebración de la Eucaristía, tanto en la oración del sacerdote antes de comulgar él, como en tantas oraciones de postcomunión, tras recibir el cuerpo y la sangre de Cristo. Por otro lado, sin duda que el objeto de la ética médica es mucho más vasto que el de la reflexión moral sobre casos extremos, y la ética médica cristiana es sólo la expresión de la vida cristiana vivida completamente en el contexto de la medicina. Pensemos en un ejemplo concreto: en los dilemas de la bioética contemporánea sobre la muerte, cuando ésta es considerada como enemiga última. Como contraste, la vida es el bien mayor, el fin último, y todo lo que la amenaza se convierte en un enemigo declarado. Sabemos que el discurso médico está muchas veces saturado de metáforas guerreras. El hospital se ha convertido, en esta metáfora, en un campamento militar, que justifica en ocasiones daños colaterales, en la supuesta “guerra justa” contra el sufrimiento.
¿Es así como hemos de afrontar nuestra lucha contra la muerte? Dentro de este marco retórico, el enemigo declarado, sí, es la muerte, pero, en una sociedad sin Dios, ese enemigo se convierte en un nuevo dios (malvado), más allá de todos los dioses. El médico, así, para algunos es el nuevo redentor que, por su saber y su poder, tiene como misión asegurar nuestra salvación. Esta visión “teológica”, sin embargo, es contraria al cristianismo. Es en realidad una parodia del mensaje cristiano de la salvación. Porque en la tradición cristiana, el sufrimiento, la muerte y las demás fuerzas nos amenazan y nos aterrorizan son esos “principados” y esas “potestades” que serán completamente destruidos por Cristo en su Venida (cfr. 1 Cor 15,24). La muerte, nuestra gran enemiga, ya ha sido derrotada por la muerte en la Cruz y por la Resurrección de Cristo.
Así que, para el cristiano, la salvación no viene del médico, sino del Dios trinitario revelado en Jesucristo. El discípulo de Cristo no está llamado a salvarlo a él de la muerte, sino a ir tras Él, el Salvador. Su muerte, la de Cristo, debe ser entendida como la victoria de Dios sobre la muerte. En razón de esa victoria, la vida, desde una perspectiva cristiana, no es un fin en sí. Los relatos de la Pasión no afirman la inviolabilidad de la vida, sino el mandamiento cumplido por Jesús de amar a los enemigos y de rogar por sus perseguidores. Ese es el Camino de reconciliación que Dios nos muestra, en contra de todo sentido común.
Incluso más: el cristiano, a la luz de la Semana Santa o de la Pascua, está llamado a reconciliarse con esos enemigos suyos que son el sufrimiento y la muerte –y a ver la muerte ahora no como una enemiga, sino como una amiga, en tanto que transición entre la vida presente y la vida eterna–. Esta perspectiva tranquilizadora y liberadora sólo es posible acogiendo la paz de Cristo y su amor por nosotros. Aquí se entienden aquellas palabras de San Francisco de Asís: “Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor!”.
Therese Lysaught se basa en este fundamento para desarrollar una nueva aproximación a la bioética cristiana. Está convencida de que su aportación de la teología a la bioética tiene por finalidad concreta suscitar prácticas que ayuden a los hombres a vivir como cristianos en el sufrimiento, la enfermedad, los cuidados médicos (también los paliativos), la curación o la muerte. Son buenos recordatorios cuando, en medio de la pandemia del Covid-19, se está trabajando en una ley de la eutanasia, olvidándose de los cuidados paliativos. ¡Qué despropósito con tanta urgencia! Pero el testimonio de los cristianos que viven así su cara a cara con el sufrimiento y la muerte es más elocuente que los discursos bioéticos articulados en términos puramente seculares. Los que no gozan de la fe cristiana necesitan de ese testimonio.
Los sacramentos y las prácticas de la vida cristiana ofrecen recursos útiles para responder a estas cuestiones, siempre que no hagamos separación entre lo “sacramental” y lo “moral”, entre el culto y lo moral. Por eso, las decisiones que afectan al final de la vida que hagan abstracción de la verdadera finalidad del ser humano pueden ser erróneas. Se sabe que, para la tradición cristiana, aunque la vida es un bien valioso, no debe ser perseguido a cualquier precio. Para un cristiano no priman los tratamientos médicos, sino su actitud ante la muerte.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo