Constitución, autonomías y pandemia
En estas convulsas fechas de la historia de España en las que, en medio de la tragedia colectiva añadida de una pandemia de dimensiones colosales, conmemoramos el cuarenta y dos Aniversario de la Constitución de 1978, surgen, entre otros muchos impregnados de acalorada polémica, muchas veces más sectaria que racional, aspectos esenciales entroncados en el propio concepto sobre cual haya de ser en el futuro más inmediato el modo y formas de convivencia política y social de la sociedad española.
A ciencia cierta, entre tanta confusión vociferante, ajena al sentido común y al raciocinio, no sabríamos decir si afloran en nuestra patria tiempos nuevos sobre las cenizas de un tiempo viejo o si, por el contrario, resurge lo peor de tiempos viejos sobre la vida, todavía vigorosa, aún casi nueva a pesar de todo, que había nacido en aquellas venturosas fechas constituyentes en las que accedíamos a un sistema plenamente democrático.
Entre esos elementos del debate ha salido a la luz la aparente contradicción entre proclamar la adhesión a la Constitución y a la vez criticar radicalmente el Estado de las autonomías. A estas alturas, por mi parte no tendría casi nada que añadir a mi convencimiento, hace mucho tiempo ya manifestado y repetido en innumerables ocasiones, de que el Estado autonómico en un proyecto frustrado, históricamente fracasado.
Hoy, en estas fechas de conmemoración constitucional, con más firme adhesión que nunca a nuestra magnifica y por tantos motivos admirable Carta Magna, y por aquello de que “el mejor escribano echa un borrón”, quiero dejar anotado que el Título VIII y todo lo relacionado al respecto en diversos artículos del texto constitucional, es el capítulo negro que nunca debió ser escrito en aquel formidable documento de convivencia nacional.
Vendría todo ello a cuento de otro de los debates abiertos en estos días tan revisionistas de todo: el de la hipotética reforma constitucional, posibilidad perfectamente habilitada en los Artículos 166, 167 y 168 de su propio texto. En consonancia con esa posibilidad, absolutamente democrática y legal, y en coherencia con mi muy negativa valoración de la lamentable experiencia de las autonomías regionales, también he tenido ocasión de manifestar que hoy por hoy la auténtica reforma constitucional, la más necesaria a mi modo de ver y hasta, si se me permite, la única, la más “revolucionaria”, sería la de abolir el malhadado sistema autonómico. Por supuesto, con toda la moderación y gradualidad que la prudencia exigiera, pero sin excesiva demora ni titubeo alguno. “De la ley a la ley”, como se dijo en nuestra mucho más difícil y complicada Transición Democrática.
Vengo con ello a manifestar que, en sentido contrario a lo que se afirma interesadamente, este propósito anti autonomista es precisamente el más elevado y noble sentimiento de afecto y adhesión a la esencia más íntima y radical de nuestra Constitución. Y es que, en efecto, su Título VIII, como metido con calzador por las presiones separatistas de aquel momento de la Transición Democrática –¡qué claramente lo vemos ahora!– es en gran medida una flagrante anomalía en el conjunto del texto constitucional, inspirado en su propia base en los principios de justicia, igualdad, soberanía nacional que “reside en el pueblo español” e “indisoluble unidad de la Nación española”. Aquello de poner en el mismo nivel de igualdad a los territorios que a los individuos era una cosa bastante complicada, y que exigía extraños ejercicios de funambulismo.
De hecho, el reconocimiento de esta anomalía por los constituyentes ya les obligó a forzar casi desde el principio, en el propio Artículo Segundo, en una especie de adenda artificiosa, casi chirriante, “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”, incorporando para más inri, con la introducción del término “nacionalidad”, también anómalo, una lamentable cuchillada al propio idioma castellano.
Hasta tal punto era una extraña intromisión que incluso obligó a la propia Real Academia de la Lengua –y en este caso, con toda propiedad, por imperativo legal– a incorporar en el diccionario una tercera acepción del dicho término que, hasta ese momento, ni existía como tal, y que pretendía “resolver”, vía lenguaje, lo que hasta entonces era solamente “condición y carácter peculiar de los (sic) habitantes de una nación” con el añadido sobrepuesto de “Comunidad autónoma a la que (sic) se le reconoce una especial identidad histórica y cultural”. Independientemente de cualquier debate teórico y doctrinal sobre la materia, toda una victoria de la política sobre la cultura.
Los más recientes acontecimientos de la vida política nacional y que tendrían su máximo exponente en la realidad independentista –ya mucho más que simples proyectos políticos y manifestaciones sólo declarativas–, sobrepasada y perpetrada por los separatismos periféricos, favorecidos por una ley electoral injusta que ni unos ni otros han tenido voluntad de cambiar, han venido a ser la más palmaria prueba de que el Estado autonómico, que puso su principal y casi única base de asiento en la voluntad de integrar en un proyecto común a los secesionismos periféricos, es un proyecto fracasado.
Vistas así las cosas –y lo cierto es que a la vista de los hechos no hay otra manera de verlas– la implacable realidad de los mismos es que el constitucionalismo más genuino y puro, reivindicando aquellos principios fundacionales, debería tener hoy por hoy como guía y norte la profunda y sincera revisión del sistema autonómico, de tal manera que cualquier proclama de acendrado “patriotismo españolista” que sea ajena a este análisis realista y auténtico quedará irremisiblemente sometida a sospecha de oportunismo y falsedad.
Digámoslo sin rodeos: nos encontraríamos ante un verdadero ennoblecimiento y ante una necesaria depuración de nuestra extraordinaria Constitución. Si hubiéramos de expresarlo en términos médicos diríamos que nuestra Carta Magna nació, sin que alcanzáramos entonces a suponer la gravedad del diagnóstico, con un cáncer que con el paso del tiempo ha entrado en fase de metástasis y hay que extirparle.
Pero hagamos una aproximación a lo tristemente inmediato. Mucho más que cualquier valoración en el plano de lo anecdótico y por si fueran insuficientes las innumerables razones de todo tipo para deplorar esta fracasada experiencia –su inviabilidad económica y financiera como una de las más importantes– ya sólo faltaba comprobar el desarrollo y gestión de la mil veces maldita pandemia del coronavirus.
Ante la perplejidad e indefensión de la sociedad española, el problema de una dramática situación sanitaria, por mor de las autonomías, se ha venido a convertir en un absurdo e irresponsable problema político. Y ello como consecuencia del descomunal despropósito de fraccionar en soluciones territoriales artificiales, con intereses político-electorales de por medio, lo que debería haber sido una estrategia de solución común de la extrema gravedad de la situación creada, por supuesto desagregada cuando hubiera sido necesario por criterios estrictamente sanitarios, pero no de oportunismos marcados por “fronteritas” políticas.
Muy lejos de mi propósito sostener el insensato criterio de que una estructura centralista del Estado, a modo de milagroso bálsamo de Fierabrás, hubiera sido por sí misma suficiente y capaz de abordar con eficacia y acierto una crisis sanitaria tan global y de tan complejas, graves y casi desconocidas dimensiones. En absoluto pienso tal cosa, Pero reconozcamos la patente descoordinación de las medidas a adoptar, tanto preventivas como curativas, la ausencia de criterios y protocolos homogéneos, aun en la diversidad de poblaciones y territorios afectados y la inestabilidad en las previsiones de la evolución de la pandemia.
Con igual imparcialidad, reparemos en la falta de dotación de medios materiales y humanos con criterios unitarios de racionalidad y economía nacional, propicios en su ausencia a toda clase de corruptelas, la carencia de metodología única de evaluación de cifras y, en fin, la unidad de actuación conjunta y solidaria de todas las administraciones públicas del Estado para afrontar una situación de tan catastróficas proporciones, en cuya resolución deberían haber estado ausentes sectarismos ideológico-políticos y haber primado criterios estrictamente sanitarios y básicamente humanitarios.
Si, aparte otras bien sabidas y conocidas, alguna prueba de lo deplorable de este experimento político que es el sistema autonómico nos habría de ser tristemente deparada por el paso del tiempo, ¡quién lo habría de suponer!, ninguna tan trágica como la de poder ser puesto en relación directa con la muerte de miles de compatriotas nuestros, que han perdido la vida, muchos de ellos abandonados e ignorados, sin saber sus familiares y deudos más inmediatos si el cuidado de su salud dependía del Estado, del Ministerio A o de la comunidad autónoma B, y lo que es peor, si la “suerte” del fallecido habría sido otra menos fatalmente distinta de haber sido uno u otro el sistema sanitario “ocupado” de sus responsabilidades sanitarias, entre los diecisiete existentes en el conjunto de la Nación.
La dramática realidad de la pandemia nos ha enfrentado, pues, una vez más, con la innegable realidad de que nos encontramos con un sistema político malogrado. Se le viene llamado un “Estado fallido” y supongo que pretende referirse, entre otras razones, a ésta como causa fundamental. Esta más que evidente realidad no dejará de serlo por el hecho de que a su sombra se haya creado, alimentado y cobijado una ya muy numerosa y auténtica casta política, también ya casi de todos los colores ideológicos.
Haciendo las excepciones que en justicia sea necesario hacer –y algunas, guiadas sólo por buena fe y espíritu de servicio, con nombres y apellidos que me son bien conocidos y queridos–, es lo cierto que esta nueva casta, aunque ya no tan nueva, constituye una abundantísima nómina con suficientes motivos, a juzgar por lo saneado de sus cuentas corrientes y patrimonios, para desear ver sufragado su modus vivendi, en muchos casos como ocupación vitalicia, por el erario público.
No pequeño inconveniente para cualquier intento reformista es que ellos serían hoy en su mayoría sus más acérrimos y quizá únicos oponentes, fidelísimos protagonistas de “el tinglado de la antigua farsa” benaventina de “Los Intereses Creados” que hiciera exclamar al cínico Crispín: “Juntos hemos creado muchos intereses y ahora es interés común salvarnos”.
Concluyamos como idea fundamental que en todo caso este propósito abolicionista del sistema autonómico no debería ser objeto de capitalización exclusiva de nadie. Muy por el contrario, precisamente por tratarse de una cuestión de principios –nada menos que los relacionados con los postulados básicos de la unidad nacional– debería ser punto programático de todos los partidos constitucionalistas, sin distinción ideológica alguna.
Esa posición de unánime fortaleza permitiría además, lejos de protagonismos personalistas, disipar cualquier reserva o temor a que esa iniciativa reformista fuera tenida por insoportable provocación en los partidos y regiones más radicalmente secesionistas. En realidad, lograda esa unanimidad del constitucionalismo, podría decirse que ese chantaje del secesionismo egoísta a la España no separatista, consistente en la permanente amenaza, violencia incluida, de romper la unidad nacional, a estas alturas –golpe separatista catalán incluido– ya ha sido ejercido con su máxima virulencia.
La máxima medida de su voluntad de ruptura de la unidad nacional ya ha sido alcanzada y el posible temor a que el maldito y estigmatizado término de recentralización se levante con furiosa iracundia ya debe dar por descontado que a la colección de denuestos fabricados al efecto por la tribu de los profesionales del odio a España y de todo lo español sólo le faltará añadir el calificativo de fascista. Hay que contar con ello.
Esa coacción chantajista que ya no puede llegar a más no podrá ser esgrimida, por tanto, como cobarde excusa para obviar o dilatar por más tiempo un proceso de reconstrucción nacional. Por el contrario, y en venturosa compensación, la España no separatista –la mayoría tanto en población como en territorio– podrá verse redimida de esa especie de maldición con la que el separatismo, rebosante de odio, con propósito de humillación, viene escupiendo su bilis irracional e incomprensible en el rostro del noble y pacífico pueblo español.
Dígase por añadidura que esta circunstancia de la recuperación de la desaparecida presencia del Estado en las regiones separatistas, como objetivo irrenunciable de ese proceso reformista, será mucho más de celebrar como experiencia liberadora por tantos ciudadanos que viven en estos feudos, casi auténticos guetos fascistas del soberanismo, sobre todo en ciudades pequeñas, y que desde hace mucho tiempo, casi en soledad y desamparo, vienen sufriendo la ausencia de todo vestigio de presencia institucional del Estado.
Es ahora a la vista de esta evidente coacción del sectarismo separatista –lo he dicho más de una vez–, con hipócrita apariencia entonces moderada y pactista, cuando comprendemos en toda su fatal realidad que fue la hábil estratagema de unos y la torpeza, ingenuidad o interés de otros para alumbrar el fallido Estado de las Autonomías, quizá el único –aunque el más grave– error de nuestra admirable Constitución de 1978.
Si hubiéramos aprendido algo de la historia de España más reciente habríamos sabido que este vaciamiento dislocado de transferencias de la Autonomía del Estado entregadas al Estado de las autonomías fue descubrimiento y lamento, por desgracia demasiado tardíos, cuando ya todas las hogueras del conflicto civil están encendidas, del propio Presidente de la segunda república española don Manuel Azaña. Entre otros.
Quizá es que haya sido lamentablemente necesario alcanzar este punto de aparente no retorno para empezar a vislumbrar una auténtica marea de protesta cívica, nacida en el seno de la sociedad civil, un hartazgo de tanto agravio injusto –banderas en balcones y ventanas, cintas rojigualdas en los parabrisas de los coches, himno nacional en los teléfonos móviles–, un “hasta aquí hemos llegado”, que sin renunciar al papel de los partidos políticos –me refiero, claro está, a los de identidad constitucionalista– tome como tarea colectiva el saneamiento más auténtico de nuestra Constitución, el restablecimiento de un verdadero proyecto democrático de regeneración nacional y la recuperación de nuestra dignidad como pueblo.