Acaba de aprobarse en el Parlamento español, tras una tramitación exprés y sin ningún tipo de diálogo social (ni a nivel institucional ni en el debate público ciudadano) la Proposición de Ley Orgánica de regulación de la Eutanasia.
En su Exposición de Motivos se justifica la misma, sin embargo, en torno a la necesidad de dar respuesta a una demanda sostenida de la sociedad actual, cual es la de la “buena muerte”, esto es, el derecho de una persona a solicitar asistencia para poner fin a su vida con el objetivo de evitar el sufrimiento.
Esta opción del Legislador trae consigo una serie de amenazas, incoherencias y paradojas que, lejos de mejorar la sociedad, contribuirán a empeorarla considerablemente, ahondando en el deterioro de la convivencia que estamos experimentando en los últimos años.
En primer lugar, es una clara amenaza para los más débiles. Dejar en manos de uno mismo la decisión sobre la propia vida, esto es, centrar la decisión en la autonomía de la voluntad, equivale a condenar a la muerte, de forma indirecta, a quienes necesitan especialmente de atención y cuidados. Nadie quiere padecer dolor extremo ante enfermedades graves e incurables; pero existen alternativas, como señalan repetidamente los expertos, a la muerte. Los cuidados paliativos funcionan. No se trata de prolongar la vida artificial e innecesariamente, sino de ayudar a la persona a vivir, debidamente asistida y acompañada, la fase final de su existencia. Junto con ello, constituye una amenaza para el personal sanitario, cuya misión es justo la contraria de la que se busca con la norma: asistir y cuidar para salvar la vida, no para provocar la muerte.
En segundo lugar, la Ley presenta múltiples incoherencias, pues sus contenidos no guardan relación lógica alguna con las exigencias derivadas de la libertad y la dignidad del ser humano. Somos seres sociales llamados a vivir; el Estado, lejos de contribuir a mejorar las condiciones de vida, con este tipo de decisiones profundiza en una línea que viene siendo tónica habitual: nos aísla ante problemas y situaciones complejas que provocan sufrimiento, nos priva de los elementos imprescindibles para afrontar las mismas y ofrece como solución la muerte. Ocurrió con la normativa sobre el aborto y vuelve a ocurrir con la regulación de la eutanasia. Es la misma lógica operada en relación con la regulación del matrimonio respecto del divorcio, o de las propuestas LGTBI: se eleva a derecho subjetivo, sin discusión posible, la decisión sobre el propio cuerpo, la propia vida o la vida que se lleva dentro, sin ofrecer alternativas para aquellas personas que, en el ejercicio de su libertad, estarían dispuestas a buscar otras soluciones diferentes. En un contexto social marcado por el individualismo y la búsqueda de la propia satisfacción como meta vital, resulta evidente que cada vez más personas, sin recursos para afrontar una enfermedad grave, optarán por solicitar asistencia para morir. La información que exige la Ley para estos casos no es garantía suficiente para proteger el derecho a la vida. Sin la opción de los cuidados paliativos, con todo lo que conllevan de tratamiento integral a estas personas, ¿qué opción queda a quien sufre?
Por último, la aprobación de esta norma se lleva a cabo, paradójicamente, en un contexto histórico –el provocado por la pandemia sanitaria– en el que hemos valorado más que nunca cuanto somos y tenemos, hemos protegido nuestras vidas y la de las personas a las que queremos, hemos expresado públicamente nuestra admiración y respeto por las personas que nos asisten y nos cuidan. Nuestras ganas de vivir han estado más vivas que nunca. Sin embargo, nos hemos olvidado de que esta situación ha traído y sigue trayendo consigo importantes problemas provocados por la soledad y el aislamiento y el agravamiento de enfermedades existentes ante la imposibilidad de obtener la debida asistencia sanitaria o el miedo a acudir a los hospitales por verse contagiados de Covid. En estos meses hemos reforzado nuestro sistema sanitario para proteger a quienes, al inicio de la situación, quedaron marginados (pensemos en lo ocurrido en las residencias de mayores ante la falta de medios). Ahora integramos en el sistema, como un servicio sanitario más, la prestación de ayuda para morir.
¿Quién desea que su vida acabe? ¿Qué lleva a un ser humano a pedir asistencia para su propia muerte? ¿Por qué no centrar los esfuerzos en luchar contra la patología –personal y social– que conduce a esta opción tan contraria a la naturaleza y a la dignidad de la persona y en ofrecer medios para asistir y acompañar?
Esta ley no solo representa las amenazas, incoherencias y paradojas señaladas –que son sólo algunas de las muchas que traerá consigo–. Es expresión, una más, de un cambio de concepción en la sociedad, fruto de una ideología muy concreta, que, en situaciones de especial vulnerabilidad, condena al sujeto a su propia suerte, desvinculándolo de su entorno, de su familia, de la sociedad en la que habita. Una sociedad que, en vez de ser y actuar como un cuerpo orgánico para la búsqueda del bien común, se está convirtiendo en un conjunto inconexo de seres humanos aislados despreocupados de todo aquello que no sea la propia satisfacción personal. Con esta clave se comprende mejor la nueva norma: cuando, aparentemente, no merece la pena vivir, la muerte es la solución.
La vida merece la pena, siempre, incluso aunque en concretos momentos, por las circunstancias que atravesamos, no lo veamos. Es ahí donde nuestra vulnerabilidad se hace patente y el acompañamiento imprescindible. Apostemos por la vida, no por la muerte.