Trasvase Jarama-Segura
No soy en absoluto partidario de romper equilibrios naturales, pero a la vez soy consciente de que si ese principio rousoniano de recursos naturales intocables se convierte en dogma, como si el hombre no fuese también un elemento más del propio ecosistema, el género humano, habitante de este planeta, no habría salido todavía de las cavernas del paleozoico.
Ese complicado equilibrio personal entre lo posible y lo deseable me quedó en parte resuelto cuando, hace ya muchos años, en los albores del concepto de ordenación del territorio, más como ciencia que como técnica, compatible con los principios conservacionistas, tomó carta de naturaleza aquello tan racional de “un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio”.
Los trasvases de agua entre distintas cuencas hidrográficas, muy lejos de producirme entusiasmo alguno, no pertenecieron sin embargo desde el principio al repertorio de mis convicciones de oposición razonable a muchas cosas, pero se me convirtieron en extremadamente radicales en el momento en que la primera gran cirugía traumática sobre un territorio y sobre el principal y más valioso de sus recursos fue el expolio de las aguas de la cuenca del Tajo trasvasadas a la cuenca del Segura.
He de reconocer, no obstante, que gran parte de esa radicalidad tenía una doble componente: la primera, mi dolorosa indignación como toledano de ver que con el trasvase se agredía muy gravemente lo que era y significaba el Río Tajo en la historia, en la cultura, en la forma de vida más íntima y ancestral de la ciudad de Toledo y hasta en nuestra más esencial identidad como pueblo; y la segunda, que me parecía una clamorosa injusticia que ese presuntamente necesario equilibrio de los recursos hidráulicos de España, la tan traída y llevada diferencia entre la España seca y la España húmeda, tan a la sombra del regeneracionismo político de Joaquín Costa, se practicara sólo en una dirección y sobre una sola cuenca, la del Tajo.
En esa “contaminación” de doble componente de mi radicalismo anti-trasvasista no estaba solo. Otra de las personas más significativas y significadas en la defensa de la integridad de nuestro Río Tajo, el insigne toledano Ingeniero de Caminos don Manuel Díaz-Marta, también superponía a su profundo y sincero convencimiento sobre nuestras razones de oposición a la obra, su particular motivo, totalmente comprensible desde el punto de vista humano. No era otro que el de tratarse de un proyecto ensalzado, ostentosamente exhibido, como grandioso logro del régimen político que le había desarrollado y llevado a la práctica hasta su real consumación, y que era precisamente el mismo régimen que a tan ilustre hijo de Toledo le había tenido durante muchos años como exiliado por pertenecer al bando perdedor en la guerra civil.
Al propio don Manuel le costaba admitir que el trasvase Tajo-Segura ya fue pieza fundamental del Plan Nacional de Obras Hidráulicas elaborado por su colega profesional el Ingeniero don Manuel Lorenzo Pardo, en la etapa de la segunda República, siendo Ministro de Obras Públicas el socialista don Indalecio Prieto, y que no llegó a cobrar realidad por el triste advenimiento de la contienda. Que el franquismo se hubiera adueñado de aquel ambicioso proyecto para convertirle en realidad como gloria propia –que en realidad se consumó ya en plena democracia– no era precisamente cosa que pudiera resultar grata para la persona de don Manuel Díaz-Marta, con quien tuve el inmenso honor de compartir aquel primer impulso fundacional del Equipo de Defensa del Tajo.
Quizá pudiéramos decir que en ambos casos nuestro anti-trasvasismo –al menos el mío, por ser casi exclusivamente pro-Tajo y pro-Toledo–, más que filosófico o de principios era circunstancial o sobrevenido. Y por eso, estos apuntes previos, a modo de auto-confesión, vienen obligados ahora porque, ¡oh sorpresa!, es precisamente un trasvase lo que me atrevo a proponer en este artículo.
Vamos a ello. Una vez más –¡y cuantas van ya para que todavía sigamos en las mismas!– el debate está sobre la mesa. Sobre la mesa de los políticos sobre todo. Ahora es con motivo de la brutal sangría que sobre las aguas limpias de cabecera de la cuenca se va a perpetrar con la alucinante “excusa” de recuperar la cantidad no expoliada durante el tiempo que, a causa de unas obras de reparación de filtraciones en el embalse de La Bujeda, no se ha trasvasado.
Declaraciones de políticos de uno y otro lado, tanto del espectro geográfico como del partidario, soflamas incendiarias de los eternamente “agraviados” regantes de la cuenca del Segura y resignadas protestas de algunos ediles de las poblaciones ribereñas de la cabecera del Tajo, han venido una vez más a ser los consabidos protagonistas de un debate que, a fuer de repetido e irresoluto, ya aburre hasta el hartazgo. Se añaden en esta ocasión ingeniosos cálculos de los sabios de la Comisión Central de Explotación del Acueducto –lo de “explotación” no sé si será para dar ideas– sobre las cuantías a trasvasar, con sofisticado manejo del aberrante concepto de excedentes, según meses del año y criterios o niveles graduados de “almacenamiento”.
Pero en medio de este confuso caos de palabrería tan hueca como de costumbre ha habido un término mágico pronunciado por la señora ministra del ramo, doña Teresa Ribera. La sugestiva palabra ha sido reutilización. Con ella se han encendido en mi mente todas las luces, ya casi apagadas, de un viejo proyecto que desde hace tiempo viene rondando en mi cabeza. Me ha bastado comprobar, una vez más entre estupefacto e indignado, que no es el Jarama el que desemboca en el expoliado y menguado Tajo, sino al revés; que del caudal circulante bajo los puentes venerables de Toledo sólo una cuarta parte es agua de nuestro río histórico; y, sobre todo, que quizá no haya en lugar alguno de España una cantidad tan importante de agua reutilizable como la que el rio Jarama vierte al Tajo procedente de todos los detritos contaminados de la gran conurbación madrileña. Señora Ministra: ¿Hablaba usted de reutilización? Ahí tiene el mejor ejemplo para ponerlo en práctica.
Ya casi es innecesario manifestar que estoy proponiendo el trasvase Jarama-Segura. Sería un acueducto con origen en un punto de embalse del Jarama, anterior a su confluencia con el Tajo y final aguas abajo del embalse de Alarcón, a la altura del embalse de El Picazo. Tanto en trazado como en diferencia de cotas de elevación del agua se trataría de un proyecto de similares características físicas a las que tiene el actual acueducto entre su origen y el citado Alarcón. Así, mientras la estación reversible en el embalse de Bolarque tiene que salvar una diferencia de cotas de casi 300 metros, esa diferencia entre Aranjuez (casi en el punto de confluencia Tajo-Jarama), y el punto de encuentro, aguas abajo de Alarcón, sería poco más de 15 metros superior a esa cantidad.
En cuanto a la longitud del trazado nos encontramos también con cantidades muy similares para ambos casos, en el entorno de 100 kilómetros de distancia entre origen y destino del agua trasvasada.
Pero sean cuales fueren los elementos detallados a nivel técnico de ese proyecto, y que en un artículo periodístico como éste sólo puedo enunciar con trazo muy grueso e impreciso (longitud del acueducto y diferencia de cotas), lo cierto es que las posibles dificultades de su puesta en práctica no serían ni con mucho superiores a las que hubo que superar con el trasvase Tajo-Segura.
Y lo más sustancial de la idea, su doble ventaja: de un lado, esa posibilidad de reutilización del recurso, y de otro, de fundamental importancia para la cuenca del Tajo y para sus poblaciones más dañadas por el trasvase, Toledo y Talavera de la Reina, el hecho de ver por fin recuperada la integridad del rio en caudal y calidad de sus aguas, después de tantos años de injusto expolio.
Habrá que contar, ¡cómo no!, con la indignada protesta de los receptores del agua trasvasada a la que calificarán con todos los adjetivos de sucia y contaminada, calificativos que llevan años sin querer aplicar ni reconocer a esas mismas “aguas” cuando discurren por el entorno inmediato de Toledo y Talavera, como si esa condición de cloaca a cielo abierto, tantas veces repetida como cierta y real, fuese para nosotros una especie de inexorable maldición divina de la que nunca podremos librarnos.
Habrá que aplicarse también en la difícil tarea de convencerles de que, a pesar de su todavía insuficiente depuración, son aguas totalmente aptas para sus regadíos, para esa agricultura super-intensiva, de consumo ilimitado, cuyo primer e inicial gran error fue el de querer vivir con un modelo de desarrollo basado única y exclusivamente sobre el uso de un recurso del que se carece.
Y habrá, por fin, que garantizarles que el concepto de aguas excedentarias en la cabecera de la cuenca para ser trasvasadas para consumo humano desde el sistema Entrepeñas-Buendía sólo será aplicado en casos excepcionales, de extrema gravedad y sólo hasta el momento en que los niveles de depuración del caudal circulante por el río Jarama no alcancen las condiciones de potabilidad necesarias.
Este debería ser uno de esos formidables proyectos que el Gobierno de España debería llevar como prioritario en la cartera para solicitar su financiación con los fondos europeos destinados a la recuperación por el desastroso impacto económico de la maldita pandemia. Si alguno cumpliera las exigentes condiciones europeas de sostenibilidad medioambiental plasmadas como exponente máximo en el binomio “reutilización/depuración”, ninguno como este.
Por lo demás, a buen seguro que hasta contaría con el complacido beneplácito de alguno de los partidos del separatismo catalán más proclives al apoyo parlamentario al actual Gobierno, tan solo fuera porque habilitada esta fórmula a nadie se le ocurriría volver con la cantinela del trasvase del Ebro que, incorporado como pieza fundamental al Plan Hidrológico de 2001, hubo de ser rápidamente retirado, nada más tomar posesión el gobierno del señor Rodríguez Zapatero, por la exigencia política planteada por el secesionismo catalán y que, al parecer, hasta contaba ya con una muy cuantiosa cifra de financiación europea de fondos FEDER para su ejecución.
Merecería la pena que nuestras fuerzas políticas en vez de perderse en debates estériles y en acusaciones partidarias que solo sirven para ocultar la parte de culpa que cada una de ellas tiene en que este viejo problema de nuestra recuperación del Río Tajo sea una permanente y dolorosa herida sin curar, se pusieran manos a la obra y cuando menos, de esta propuesta que hoy expongo, llevado sólo de buena voluntad, o de cualquiera otra digna de ser considerada, tuvieran la honestidad de encargar un estudio de viabilidad para cerciorarse de que hay alguna solución posible o, por el contrario, con nuestra resignación de lo inevitable, renuncien a ello y permanezcan en su inacabable torneo político de reproches y enfrentamiento.
Ricardo Sánchez Candelas