Mis palabras versarán en esta ocasión sobre la Santa Trinidad, y las dedico a las monjas contemplativas, en el día “Pro orantibus”, esto es, “por las que oran por nosotros” y ofrecen su vida por el resto del Pueblo de Dios.
Lo hago sabiendo que la confesión cristiana de la Trinidad de personas en Dios es una paradoja. En efecto, ¿cómo se puede pretender al mismo tiempo guardar la fe monoteísta y pretender que este Dios único esté constituido por tres personas distintas? Hay que decir, por ello, que respecto al judaísmo como al islam, con los que los cristianos han dialogado en controversias multiseculares, la Trinidad es inaceptable, simplemente porque ellos piensan que esto es una regresión politeísta: tres dioses. Creer que Dios es Trinidad, por otro lado, ¿puede interesar a los hombres y mujeres de hoy? De momento decimos que al hablar de la Trinidad encontramos en ella el concepto de “persona”, que en nuestra cultura occidental designa el carácter único de cada ser humano, y que se elaboró precisamente a propósito de las personas divinas.
Jamás la fe cristiana renegó del monoteísmo heredado de la fe judía a la hora de confesar cada vez más profundamente el dogma de la Trinidad, a pesar de tantos debates. Se trataría, pues, de mostrar que aceptar la Trinidad no contradice creer en un único Dios, pero desvelando, en lo que podemos, la profundidad de esta fe cristiana en las Tres Personas. Ciertamente, la explicación teológica siempre será un balbuceo modesto de este misterio. Pero no se puede retroceder delante de la dificultad del misterio. Lo más importante, así, será ayudar a descubrir que el misterio tiene que ver precisamente con nuestra relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Digamos también que la doctrina de la Trinidad no es una invención de la Iglesia, que habría sucesivamente divinizado al hombre Jesús y personificado la fuerza de Dios que es el Espíritu Santo. Considerar que la Iglesia, cuando habla de Dios Uno y Trino, está inventando no es serio. Y muchos “sabios” piensan así de la Iglesia y su fe, creyéndose muy listos. Dificultades existen, pero mala fe o mentira no hay en nosotros.
Encontramos en la Escritura, más en el Nuevo Testamento, que se habla de tres nombres divinos propios, o, si se prefiere, de tres “sujetos”, que actúan. Veamos un ejemplo: “Dios ha resucitado a este Jesús, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo” (Hch 3, 32-33). Esta proclamación asocia estrechamente los tres nombres: reenvía ante todo al origen de todas las cosas en Dios; recuerda lo que acaba de pasar con Jesús muerto y resucitado; e interpreta por fin el presente: el don del Espíritu Santo. En esta enumeración, cada nombre tiene sus propias actividades. Pero hemos de señalar su orientación: el movimiento remonta del Espíritu, por el Hijo, hacia el Padre. Es el movimiento ascendente de la fe del creyente que conduce al Dios único. Estas fórmulas de fe señalan la solidaridad estrecha de los tres en la realización de la salvación de los hombres. Y el Espíritu y el Hijo están situados en dependencia del Padre.
No obstante, de estos tres nombres solo el Padre es llamado formalmente de manera corriente Dios, pues es el origen y la fuente de los otros dos nombres. El Hijo solo es llamado Dios en seis ocasiones en el Nuevo Testamento, a fin de que nunca con la mención de Dios Padre pueda pensarse que hay dos dioses. El Hijo es llamado en este caso Señor, pero este título de Señor es un título propiamente divino. El Espíritu Santo, reconoce el Nuevo Testamento, tiene actividades divinas y se asocia al Padre y al Hijo sin problemas. Así, el Nuevo Testamento establece una cierta jerarquía entre los tres nombres, por el simple hecho de que el Padre es el único al enviar sin ser enviado, de que el Hijo vive su envío bajo la forma de una obediencia a la misión recibida y de que Espíritu es a su vez enviado del Padre por el Hijo.
Existe, pues, un orden recurrente entre los tres nombres, un orden que encadena al Padre como el primero, al Hijo como el segundo y al Espíritu como el tercero, bien sea este orden presentado como descendente (cfr. Mt 28, 19-20) o ascendente (cfr. Ef 4,4-6). ¿Podemos decir algo de la palabra misma sobre este tema? Jesús nos habla del Dios creador del Antiguo Testamento, del Dios único, como de su Padre; Él nos habla también del Espíritu, prometiendo su envío a sus discípulos desde el Padre. Él se presenta a sí mismo como el “Hijo” en un sentido absolutamente original. Encontramos confidencias de Jesús: “Nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Semejante conocimiento supone una profunda intimidad entre los dos. Esto explica frases de Jesús como “quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,11); “creedme, yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn17,10). Para los autores del Nuevo Testamento no existe, pues, más que un solo Dios, el Padre. Él se manifiesta a través del envío del Hijo y del Espíritu Santo. Se ha manifestado una realidad, por tanto, totalmente nueva. Por el Hijo y el Espíritu, es el Dios único y Padre quien viene “en persona” a nuestro encuentro y se nos da.
¿Cuál puede ser el sentido del misterio de la Trinidad? Dios no es un solitario. Ahí está la creación como prueba de ello. El Dios de la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) es un Dios vivo. ¿Y se puede vivir en una soledad absoluta? ¿La vida no es inseparable del movimiento y del intercambio? ¿Un Dios absolutamente solitario sería un Dios efectivamente vivo? ¿Cómo podría interesarse por el “otro”, si no experimenta en él mismo la diferencia y la alteridad? ¿Cómo un Dios absolutamente solitario podría ser definido por el amor? Él no podría amarse más que a él mismo en un amor que, a nuestros ojos, tendría inevitablemente un valor narcisista.
Si Dios es Vida, si Dios es Amor, es preciso que haya en Él las posibilidades de la vida y del amor. Es preciso que Él viva de un intercambio eterno, que esté constituido por un ir y volver de un amor que va de siempre a siempre. Es preciso que sea comunidad e incluso familia. Esto demanda que su unicidad pueda integrar en ella misma una forma de pluralidad que permita al amor no ser el puro y simple amor de sí mismo sino el amor de otro verdaderamente otro.
Podemos aquí hacer una comparación con el amor humano. Una cosa es fascinante en el amor humano: entre un hombre y una mujer todo es semejante y todo es diferente. Padre, Hijo y Espíritu son en todo semejantes, según su ser, por el hecho de su común pertenencia a la única naturaleza divina. Pero al mismo tiempo son radicalmente diferentes en razón de sus relaciones de origen. Su intercambio de amor no es, pues, narcisista, contiene una verdadera alteridad. Dios vive en sí mismo la experiencia de la diferencia y por ello es capaz de amar a otras personas, más diferentes incluso. Pero esta comparación o metáfora del amor no puede ir más allá del plano de la imagen.
Al llegar aquí, decimos que lo principal sobre el tema de Dios no es saber que existe, sino si nosotros existimos para Él, es decir, si Él es capaz de interesarse por nosotros. ¿Qué es lo que ha podido llevar a Dios crear al mundo y al hombre? Pues que Él es “comunidad” y “familia”, y ha podido en Él mismo tener la experiencia del otro y de su diferencia. Ese es el motivo. Porque vive de un amor que es don e intercambio, Él se determinó a crear un ser a su imagen al que pudiera donar y con él hacer intercambio.
El proyecto de Dios es simplemente compartir su propia vida en un intercambio amoroso que nos hace participar en el intercambio que une al Padre y al Hijo en el Espíritu Santo. Somos y permaneceremos como hombres, pero podemos ser ya divinizados, antes de estar definitivamente en la gloria de Dios. La creación es el primer momento de la comunicación que Dios quiere hacer de sí mismo a los hombres; pero la creación está ordenada a la encarnación del Hijo, es decir, al don absoluto e irreversible por el que el “totalmente Otro” viene a asumir una solidaridad perfecta con nosotros, nuestra naturaleza y la suya.
Braulio Rodríguez Plaza es arzobispo emérito de Toledo