Compruebo estos días, leyendo lo que otros opinan, que no somos pocos los que esta vuelta a la "normalidad", anunciada con tanta normalidad, cuando no a bombo y platillo, nos deja un tanto atónitos o incluso intranquilos.
Como si estuviéramos esperando otra cosa que ciertamente no ha llegado.
Algo así como unas conclusiones que extraer de esta catástrofe que nos ha hecho rememorar tiempos medievales.
Parece que más que de una pandemia con millones de muertos, volvemos de una excursión con anécdotas curiosas que contar.
La vida sigue, y esto es bueno y motivo de gratitud y alegría. Lo extraño y sorprendente es que siga como antes o cosa semejante se anuncie o siquiera se pretenda.
Esperemos que estemos equivocados, nuestra primera impresión haya sido errónea, y enseguida (estamos en un respiro que la vida nos da) se pongan en marcha los grandes cambios que en lo más crudo de la tragedia parecían evidentes y hasta urgentes.
Cuando la muerte (no hace tanto) era fácil, abundante y diaria, las luces de la razón se encendieron a toda prisa como se encienden las luces de alarma en situaciones de peligro.
En un instante sabíamos latín (cosas del hambre, la angustia y el miedo) y veíamos con clarividencia retrospectiva los errores cometidos.
Esa pobreza inducida de nuestros servicios públicos (y entre ellos la sanidad), por motivos ideológicos e intereses minoritarios, era uno de ellos.
Esa mentira proclamada a los cuatros vientos, como verdad inapelable, de que otro modo de actuar y gobernar no era posible, fue otro de esos “errores” que enseguida quedaron hechos trizas, ante la evidencia de lo contrario. Sí era posible.
El caso es que si lo recuerdan bien el primer anuncio serio de que nos habíamos equivocado de camino y extraviado el rumbo -es decir la estafa financiera de 2008- ya produjo junto al sufrimiento injustamente repartido, el aparente arrepentimiento de los responsables.
Decían entonces, apretados por el temor de que los ciudadanos les pidieran cuentas (en Islandia sí se las pidieron), que iban a reformarse ellos mismos y a refundar el capitalismo, para que tal tropelía financiera, de dimensiones globales, obra de expertos delincuentes, no volviera a repetirse.
Como al final el apretón fue mínimo (a los que apretaron, enseguida los llamaron radicales), y el control de las mentes estaba ya muy avanzado, desistieron enseguida de arrepentirse y reformarse. Para qué, si nadan en la abundancia, en medio de la inopia colectiva, y a ellos ningún desastre les toca.
En buena parte el motor de aquellos errores que nos han traído esta retahíla de desastres, no es la ignorancia sino la corrupción.
La corrupción y los corruptos conocen la verdad, pero la falsean. No les interesa ni les conviene atenerse a la realidad de los hechos: el cambio climático, la desigualdad creciente…
Quizás el rasgo más característico de nuestra democracia es que la corrupción no pasa factura en las urnas. Esta anomalía constituye un mecanismo de retroalimentación que mantiene a la corrupción apalancada en el poder. En los distintos poderes.
El tímido amago de renovación no acaba de cristalizar.
Pero mencionábamos un chiste (en el título) que tiene que ver con este asunto de la corrupción. El chiste en cuestión, si no me equivoco, es obra de "El Mundo Today" y dice así:
"Las eléctricas amenazan al Gobierno con cerrar las puertas giratorias”.
Trasciende de él una sensación intemporal (como es intemporal y eterna nuestra corrupción) que impide saber a qué gobierno se refiere, si al de ahora o a los muchos de antes.
Lo notable de este chiste es que la ficción (el chiste) se parece demasiado a la realidad (el drama).
Hablamos, claro está, del drama de la corrupción, inseparable de nuestro actual modelo económico y político, y al que siempre los apólogos del "sistema" le restan importancia (vete tú a saber por qué), cuando en realidad constituye el núcleo fundamental del modelo y el que mueve todo el engranaje dirigido y acelerado hacia la desigualdad extrema y la penuria social.
En esa frase del drama que se disfraza de chiste se sintetiza y resume todo nuestro régimen neoliberal de las últimas décadas, y cristaliza un instante de lucidez que mueve más a la reflexión que a la risa.
No estaríamos ante un sarcasmo sino ante un diagnóstico. Y sin embargo es un magnífico chiste.
Lorenzo Sentenac