El 10 diciembre se celebra el Día Internacional de los Derechos Humanos. Cada año procede valorar la importancia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). En esta ocasión, ponemos la mirada en su artículo 3: en el reconocimiento universal del derecho a la vida, que no es un derecho más, sino el primero y el que garantiza que todos los demás se puedan reconocer.
Así se contempla en la Doctrina Social de la Iglesia: San Juan XXIII, en Pacem in Terris (1963), comienza su enumeración de derechos y deberes humanos con el que llama derecho a la existencia. Y San Juan Pablo II dedica toda una encíclica a la defensa de la vida frente a sus múltiples amenazas y agresiones (Evangelium Vitae). En esta reflexión, por razones de brevedad y por su actualidad, nos centramos en lo referente al aborto y la eutanasia, siendo conscientes de que no podemos olvidar otros atentados contra la vida y la dignidad de las personas, como la prostitución, los asesinatos, la explotación laboral, la violencia contra la mujer o el suicidio, por mencionar algunos de los que siguen estando muy presentes en nuestra realidad.
Han pasado ya 40 años de las enérgicas palabras de San Juan Pablo II en Madrid: “Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el fundamento mismo de la sociedad.”
Pues bien, el derecho a la vida vuelve a tener protagonismo en España, ya que el Gobierno pretende modificar la norma más trágica que tenemos en nuestro país, la llamada Ley Orgánica de interrupción voluntaria del embarazo. Con ello se permitiría el aborto a las jóvenes de 16 y 17 años sin el consentimiento paterno; se intenta crear un registro de profesionales de la salud que no desean practicar abortos con el fin de amedrentarlos. Y además se está tramitando una modificación del Código Penal dirigida a castigar con penas de cárcel la actividad de los rescatadores en la cercanía de los centros en que se realizan abortos.
Por otro lado, es necesario presentar como un mal añadido el injustificable y del todo censurable retraso de los magistrados del Tribunal Constitucional a la hora de resolver el recurso presentado hace diez años contra la Ley del aborto. Por si todo ello fuera poco, el pasado mes de marzo se aprobó la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, auténtica y siniestra paradoja en esta situación de pandemia.
A pesar de todo, podemos destacar algunos destellos de luz, como la manifestación celebrada en nuestro país el pasado día 28 de noviembre en favor de la vida, la unidad que se va suscitando entre las diversas asociaciones provida o la clara defensa de la vida realizada por determinadas plataformas culturales nacientes y por algunas fuerzas políticas en España.
También resulta esperanzadora, a nivel internacional, la actuación en este ámbito de países como Polonia o Hungría, algunos de Iberoamérica y, especialmente, los EEUU, con la aprobación de leyes provida en muchos de sus Estados.
En este contexto, hoy más que nunca, es necesario reflexionar sobre el derecho a la vida. Como cristianos estamos llamados, a través del amor, a colaborar, a acompañar, a ser creativos y también audaces, para llegar a despertar la conciencia sobre este derecho. No podemos callar ante los que defienden el derecho al aborto o a la eutanasia. Quienes no son creyentes, pero son conscientes del ataque a la vida y dignidad del ser humano que suponen iniciativas como las anteriormente mencionadas, también han de alzar la voz.
Entonces, ¿qué podemos hacer, hoy?
No cabe incurrir en la indiferencia ante la agresión al más indefenso, como nos urge continuamente el Papa Francisco. Hemos de reafirmar nuestro compromiso personal, firme y valiente de promover el derecho a la vida y enfrentarnos sin miedo a las ideologías y a la cultura de muerte. Y en ello hemos de contar con la cruz: “dichosos cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa”, esta será nuestra “corona” en el cielo.
Podemos defender esta causa con acciones personales concretas, por pequeñas que parezcan: como llevar el debate al café o al recreo del instituto; colaborar económicamente y como voluntario con las asociaciones provida (p.ej: el Proyecto Mater, de Cáritas, o la Fundación Red Madre); con nuestra presencia en los actos que se organicen a favor de la vida o promoviendo en nuestros grupos o parroquias la celebración del Día de la Vida, cada 25 de marzo, o de los Santos Inocentes, cada 28 de diciembre; organizar algún debate o videoforum en el espacio público; unirnos a las iniciativas de oración por la vida; y, por supuesto, con nuestro voto, eligiendo en conciencia entre los candidatos, partidos y propuestas electorales, etc… Se trata de poner toda nuestra creatividad y talentos al servicio de la cultura de la vida, para llegar a despertar la conciencia sobre este derecho.
Los creyentes debemos vivir el Evangelio de la Vida con la luz que nos ofreció San Juan Pablo II: con oración confiada a Dios y con ayunos, como medios imprescindibles. No podemos bajar la guardia, ni dejar de rezar un día por las mujeres embarazadas, por las personas que sufren o están en dificultades, por las asociaciones que trabajan a favor de la vida y por los políticos, para que cada uno, desde su ámbito y su partido (la defensa de la vida no es partidista), ponga en marcha medidas que garanticen el derecho a la vida.
La defensa de la vida, sin embargo, no es un imperativo exclusivo de las personas de fe. Como decía el pensador Julián Marías o defendió el escritor Miguel Delibes, no es necesario ser creyentes para rechazar de forma rotunda el aborto. La defensa de la vida se basa en la razón y en la dignidad de la persona humana.
Javier Ruiz. Miembro del Grupo Polis