La fragilidad de la democracia
Tras acabar la I Guerra Mundial, las derrotas del imperio Austro-Húngaro y del Reich alemán hicieron surgir sendas repúblicas en Austria y Alemania. Pero en ambos casos fue tanta su debilidad institucional y tan convulsa su vida que entre ambas generaron el escenario perfecto para la representación del drama de la "crisis de la democracia". Surgieron, en consecuencia, los mejores y más ricos debates teóricos sobre el Derecho y el Estado de los últimos cien años.
Aquellos debates concluyeron en las dos grandes líneas sobre la consideración de la democracia que han competido hasta nuestros días —y que al parecer van a seguir compitiendo, permítaseme avanzar esta conclusión—; por un lado la teorizada por Kelsen, basada en la racionalidad del sistema jurídico como el sostén de la democracia; mientras que por otro, la teorizada por Schmitt, se basaba en la consideración de que la "realidad" imponía al Estado, en situaciones de anormalidad, la imposibilidad de someterse al Derecho.
Para Kelsen, la democracia se identificaba con el procedimiento de libre concurrencia entre ideologías (partidos políticos). La legitimidad para gobernar descansaba en el respeto al procedimiento desarrollado a través de elecciones libres y periódicas, y el acatamiento de los resultados obtenidos. Por tanto, para Kelsen, no podían existir límites al pluralismo político, pues incluso la Constitución —norma suprema— solo imponía límites a su reforma a través de los procedimientos en ella establecidos. El respeto a las minorías era un valor fundamental en esta teoría.
Para Schmitt, la comunidad política estaba constituida siempre por intereses enfrentados, por tanto, los partidos que los representaban eran sujetos políticos radicalmente enfrentados: "amigo o enemigo" sería la distinción de lo político. Y la supervivencia de la comunidad dependería de que el enemigo fuera expulsado, o en último extremo destruido. Para Schmitt la democracia liberal era una falsa democracia. Para él la democracia no necesitaba de la libertad, ni de las elecciones representativas.
Como anécdota de los artífices de estas teorías, quizá aludir al hecho de que Kelsen tuvo que emigrar a los Estados Unidos tras el triunfo de Hitler, mientras que Schmitt terminó abrazando con el máximo entusiasmo el nazismo alemán.
Tras la II Guerra Mundial, el mundo occidental quiso abrazar las teorías de Kelsen y seguir la senda trazada por el constitucionalismo norteamericano: la Constitución considerada como norma jurídica suprema, aquella que impone los límites al poder para salvaguardar la libertad, y resulta garante, además, de una democracia pluralista surgida de elecciones libres.
Pareció entonces que las teorías de Kelsen habían vencido a las de Schmitt. Y los años posteriores, hasta la actualidad, parecieron llevarnos a la conclusión de que la democracia constitucional y parlamentaria había sido una de las más grandes conquistas de la civilización.
Pero la democracia ha resultado planta delicada que requiere gran cuidado, riego y conservación. Es decir, que la vida democrática no solo requiere normas jurídicas, sino también un muy democrático y pluralista sentimiento y comportamiento de sus políticos. Algo que deja mucho que desear en el caso de nuestro sistema político actual, empezando por lo escasamente democráticos que son los propios partidos políticos en su modo interno de actuar. Y si los partidos no actúan democráticamente en sus procedimientos internos ¿cómo van a resultar democráticos y pluralistas los políticos elegidos en su seno?
Deberíamos ser muy conscientes de que vivimos momentos convulsos expresos en el asedio institucional que populismos, nacionalismos y fundamentalismos, están realizando sobre nuestra democracia. Y que para neutralizarlos y combatirlos no existe otro camino que el de llevar a cabo las reformas jurídicas, políticas y sociales que resulten necesarias; comenzando por la necesaria reforma de la Constitución. Aunque, eso sí, deberíamos blindarla en aquellas decisiones que impidan modificar los principales acuerdos constituyentes: la unidad territorial, la forma de Estado, los derechos fundamentales —tal y como ocurre con las constituciones de Francia, Alemania e Italia, por ejemplo—. Pero también, aún con estas cautelas, es necesario buscar por la vía de la reforma constitucional un encaje a las nuevas demandas políticas que reclama la sociedad.
Y, o lo hacemos, sea cual sea el color del próximo Gobierno, o nuestra democracia podría reventar. Porque al final, no lo olvidemos, aún persiste la teoría sobre la democracia de Schmitt, amenazando, como las ratas, con surgir en los momentos de especial dificultad para convencernos de que existe otra forma de democracia donde sobrarían: sujeción jurídica, pluralismo político y libertad. ¿Van a estar a la altura suficiente las nuevas generaciones de políticos actuales? Pues a tenor de lo poco demócratas y pluralistas que se muestran, mucho me temo que no… Aunque espero equivocarme, ciertamente, porque si no, nos la pueden liar… ¡Liarla, pero bien, además!
Mariano Velasco Lizcano