Unas horas antes de escribir estas líneas, he visto en televisión al líder ultraderechista Matteo Salvini que, en agosto de 2019, siendo ministro del interior de Italia, prohibió la entrada del barco alemán de la ONG “Missión Lifeline” en aguas italianas; incluso impidió que se pudieran abastecer de víveres básicos de supervivencia. Un barco cargado de seres humanos, muchos niños y niñas, que huían de la guerra, la violencia y la persecución, con los que Salvini no solo no tuvo ni un atisbo de solidaridad, sino que se jacto de ello, y fue jaleado por otros compañeros ideológicos.
Pues bien, hace unas horas, este mismo líder se acercó a la frontera entre Polonia y Ucrania para recibir refugiados ucranios, y el alcalde de la localidad polaca fronteriza le recordaba aquellos vergonzosos hechos, además de su apoyo a Putin hace escasas semanas, mientras un fotógrafo le gritaba, payaso y bufón.
Esta secuencia me hace reflexionar sobre las “solidaridades sobrevenidas”. He puesto un ejemplo internacional, pero en nuestro país, en nuestras ciudades y localidades tenemos ejemplos similares; es decir personas que tras criminalizar a los que huyen del horror de las guerras y la persecución, tras pedir públicamente mandar a la armada a impedir que lleguen las pateras, o a insultar a barcos como el “Open Arms”, que han hablado barbaridades sobre los menores extranjeros no acompañados; ahora, de repente, nos los encontramos con una solidaridad extraordinaria hacia los refugiados que huyen de Ucrania, de la guerra, la muerte y las persecuciones.
Pero alejémonos de los extremos, y vayamos a la ciudadanía menos radicalizada. Hasta hace cuatro días no era difícil encontrar reticencia entre muchos de nuestros vecinos y vecinas acerca de la necesidad de acoger, proteger y atender a las personas que huyen y buscan esperanza en Europa y que nos llegan por el Egeo, el Mediterráneo o el trozo de Atlántico que separa África de Canarias. Reflexiones poco maduradas, que nos llevaban a meditaciones “cuñadistas” muy difíciles de romper. Pues bien, ahora con la invasión de Ucrania y la masacre que está produciendo la guerra de Putin, esa percepción cambia.
¡Bienvenida sea!
Quede claro que la postura de la Unión Europea de abrir ilimitadamente la acogida de ucranios me parece un acierto, y la sociedad civil hemos de estar ahí ayudando, acogiendo, acompañando; pero al mismo tiempo produce un desasosiego cuando ves que personas en la misma situación, pero de otros puntos geográficos, no ocupan de la misma manera nuestros pensamientos, ¿es porque son más pobres, menos blancos, menos guapos? ¿Es nuestra solidaridad un “poco” racista y xenófoba?
El artículo 3 del Convenio de Ginebra relativo a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra que entró en vigor en 1950 dice:
Las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquier otra causa, serán, en todas las circunstancias, tratadas con humanidad, sin distinción alguna de índole desfavorable basada en la raza, el color, la religión o la creencia, el sexo, el nacimiento o la fortuna o cualquier otro criterio análogo
Pero aterricemos en este momento, en el ahora. Bienvenida sea la solidaridad sobrevenida, cierto es que la de los extremistas no me la creo; pero aprovechemos la de la ciudadanía, y es ahí donde el trabajo social tiene un papel importantísimo para trabajar en nuestras comunidades y entornos más cercanos.
Aprovechemos la sensibilidad, empatía y cercanía que muestran nuestros entornos ante los crímenes de Putin en Ucrania, y hagámosles ver que esto también está pasando en muchos países del mundo, y que esas circunstancias hacen que lleguen a nuestras costas seres humanos, de otro color, religión y mas pobres, con historias de vida horribles, y que también merecen nuestra misma solidaridad, y que juntos y juntas como sociedad hemos de hacer una petición a los poderes públicos para que no vendan tan caro la condición de asilo y refugio, que hemos de afear al conjunto de la Unión Europea el hecho de seguir dando la espalda a estas personas en nuestros mares, delegando esta función al altruismo de barcos como el “Open Arms” o el “Missión Lifeline”.
Es el momento desde el trabajo social, en todas sus dimensiones, de aprovechar estos terribles momentos para que la concienciación ciudadana ante la acogida no se quede solo en las personas que vienen de Ucrania. Trabajémoslo con las asociaciones, con las ampas, transversalmente en los colegios e institutos, y hasta en las facultades de nuestras universidades, en las entrevistas, en la visita a domicilio, en los objetivos de nuestras entidades.
El capítulo II de nuestro Código Deontológico nos lo dice meridianamente claro.
La empatía, la solidaridad no ha de ser flor de un día, ha de sembrarse en el ADN de nuestra sociedad y ahí el trabajo social ha de ser la semilla, el abono y el riego.
Florencio Alfaro Simarro. Trabajador Social en los Servicios Sociales de Atención Primaria de Villamalea (Albacete). Presidente del Colegio Oficial de Trabajo Social de Castilla-La Mancha