Lo primero que debemos aceptar si queremos aproximarnos a este concepto es que los parámetros de la ejemplaridad, como los de tantos otros principios, han cambiado, y no siempre para peor. Es más, me atrevo a aventurar la conclusión final y aunque pareciera que al principio podemos encontrarnos un tanto perdidos, algunos creemos que el tránsito merece la pena. Los cambios habitualmente generan una mezcla de miedo, inquietud y nostalgia, pero no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor.
La ejemplaridad debería estar de moda, y sin embargo en ocasiones nos acordamos de ella como si no fuera con nosotros, sino como si solo afectara a unos pocos (Presidente de Gobierno, el Papa, jefe de equipo, cabezas de familia… No, esta idea debe ser revisada.
Hasta hace pocas décadas, quizá bien adentrado el siglo XX, se pensaba casi inevitablemente en una (única) ejemplaridad aristocrática. El Profesor Javier Gomá, para mí un faro de la sociedad contemporánea, se ha expresado sobre este concepto en contadas ocasiones desde hace una década. Consecuencia de que la sociedad hasta hace poco se encontraba jerarquizada, el pueblo obedecía y cumplía lo que los de arriba proclamaban.
El mismo Ortega y Gasset, una de nuestras inteligencias más brillantes del pasado siglo, defendía que la masa no tenía más que practicar la docilidad ante una clase superior (no siempre modélica), pero que se presentaba como “ejemplar”. Este planteamiento a día de hoy se antoja profundamente indigno; convierte a los ciudadanos en masas, pero las masas en realidad no existen, lo que si existen son muchos ciudadanos, y todos y cada uno de nosotros estamos llamados a la ejemplaridad. “Todos” somos ejemplos para todos.
Al convivir en sociedad usted me influye a mí, y yo le influyo a usted; yo influyo a mi hijo, mi hijo me influye a mi. Pero yo también influyo al vecino, al compañero de trabajo o a mi equipo de quirófano, a mi estimado librero Jesús Pareja, incluso a un determinado ciudadano con el que me cruzo por la calle o a un conocido de mi urbanización. Si cruzo la calle haciendo caso omiso del semáforo, si contesto de malas formas, si tiro un papel, y también si deposito la basura en tres contenedores. Estamos sometidos a una red de influencias mutuas, “todos” somos unos modelos para otros.
Si entendemos así la ejemplaridad, aunque mucho más fragmentada, es mucho más verdadera. Debemos dejar a un lado figuras del pasado a las que el conjunto de la sociedad debía intentar imitar (héroes, santos, conquistadores, militares, científicos…); todos estamos obligados. Vista así la ejemplaridad, es mucho más acorde con la dignidad que tienen los hombres y mujeres por el hecho de serlo.
El impulso del principio democrático e igualitario ha llevado al desprecio relativo por ciertas figuras íntimamente relacionadas con la sociedad jerárquica arriba mencionada, y durante la segunda mitad del siglo XX se dio un milagro antes imposible: la unión entre la libertad y la igualdad. De la relación íntima entre ambas surgió (temporalmente) un hija fea, la vulgaridad. Javier Gomá lo ha expresado de una forma más poética: “el beso entre la libertad y la igualdad produce una hija fea, la vulgaridad.
Vivimos una época donde la vulgaridad se impone, y no lo voy a ocultar, a muchos nos produce repugnancia si tenemos como referencia modelos pasados. Sin embargo no debemos ignorar que esta hija fea (según Gomá) pero maravillosa, es hija de dos padres bellos, la libertad y la igualdad. No debemos desmoralizarnos, pues la vulgaridad no es un punto de llegada, sino el punto de partida. En este proceso de transformación de la vulgaridad en ejemplaridad tenemos (todos) mucho que hacer, y no precisamente añorar tiempos pasados. El futuro produce a veces miedos, inseguridad…
Debemos reaccionar con civilización, con cultura, con educación, con libros… solo así transformaremos la vulgaridad en una verdadera ejemplaridad. Una ejemplaridad que además debe ser universal, no patrimonio de unos pocos.
“Todos somos ejemplos para todos”.
Jesús Romero