“El dinero da la felicidad”
Ha sido noticia en estos días un estudio realizado por dos profesores de una importante Universidad europea –un psicólogo y un economista– en el que se demuestra que el bienestar emocional aumenta con los ingresos. Aunque fue publicado en 2010, varios medios lo han recordado recientemente, insistiendo en los respectivos titulares en esa correlación entre dinero y felicidad.
La pregunta que surge inmediatamente es sencilla: ¿qué es la felicidad? El Diccionario de la RAE ofrece dos definiciones que pueden ayudarnos a reflexionar sobre ello. De un lado, felicidad es ausencia de inconvenientes o tropiezos; de otro, estado de grata satisfacción espiritual y física.
Si lo pensamos detenidamente, la ausencia de inconvenientes o tropiezos a lo largo de nuestra existencia sólo puede ser temporal. La vida está llena de obstáculos, imprevistos, incertidumbres, situaciones que generan dolor… lo sabemos muy bien, porque todos nosotros lo experimentamos en nuestro día a día. Por tanto, partiendo del hecho de que la felicidad no puede quedar reducida a un momento concreto –no sería tal–, esta definición no es completa: podemos sentir alegría, gozo, satisfacción por algo concreto en un momento determinado y ello, ciertamente, nos ayudará a ser felices; pero no será en ningún caso su causa principal, porque la felicidad requiere continuidad en el tiempo.
Encaja mejor, por tanto, como respuesta a qué es la felicidad su definición como estado, es decir, como situación sostenida en el tiempo, que, además, no se refiere sólo a lo físico, sino que afecta igualmente a lo espiritual. El ser humano es cuerpo y espíritu –aunque esta dimensión está prácticamente olvidada en la forma en la que se concibe hoy a la persona– y, por tanto, la satisfacción continuada, como expresión de felicidad, ha de abarcar lo uno y lo otro.
En realidad, no es preciso ser filósofo ni teólogo para llegar a esta conclusión. Lo vemos, sencillamente, en nuestro día a día, tanto en nosotros mismos como en quienes están a nuestro lado.
Por eso, al escuchar noticias como la señalada, en las que se sostiene científicamente que el dinero puede comprar la felicidad, hay algo en nuestro interior que nos apunta instintivamente la falsedad de la misma. Y es que, efectivamente, el propio estudio mencionado llega a otra conclusión –a la que no se da tanta relevancia en los medios–: a medida que crecen los ingresos de una persona, su bienestar aumenta a un ritmo cada vez más lento, hasta estancarse por completo a partir de una determinada cantidad (que se cifra en 75.000 dólares). Dicho sencillamente: el dinero tiene efecto en la vida cotidiana, al generar pequeñas satisfacciones que ayudan a que situaciones desfavorables no sean tan desagradables; pero no es, en ningún caso, fuente permanente de felicidad.
En definitiva, para ser felices no bastan meramente alicientes materiales, sino que su causa proviene de algo más profundo: las personas que están a nuestro alrededor, nuestra forma de relacionarnos con ellas y con todo cuanto nos rodea, la tranquilidad de nuestra conciencia, lo que hacemos en el día a día, cosas grandes y pequeñas… y, en el caso de los creyentes, nuestra fe en un Dios personal que acompaña, cuida y alienta.
Reflexionar en profundidad sobre qué es la felicidad y cómo la buscamos en nuestra vida, aunque sea ocasionalmente, puede ayudarnos eficazmente. La felicidad no se compra; se vive.
Grupo Areópago