Hay que reconocerlo. Mi pueblo es un “hecho histórico”. El pueblo de cada uno de nosotros. Faltaría más. Tiene sus batallas y sus callejones. Su paisaje y su paisanaje. Sus molinos y sus eras. No hay un corazón con la cabeza en su sitio que mire su aldea y no sienta un temblor. En cada casa vive una princesa y el hecho histórico de su corona. En eso vamos igualados por el mundo: no hay una huerta como la nuestra, con su identidad, sus particularidades y el sello diferencial que la convierte en única. La envidia del vecindario, el platicar de la corrala. Cada viña su privilegio de serlo. Que por eso nos tengan que grabar a fuego una leyenda emblemática en los frontispicios, ya empiezo a comprenderlo menos. La elevación del paleto que todos llevamos dentro a categoría constitucional.

Como talaverano (y orgulloso de serlo), voy a confesar la pereza mental que siento cuando, de tanto en tanto, salta a la vida la idea viejuna de la identidad talaverana. Y dale: Talavera y sus tierras, las tres comarcas, el alfoz de Talavera. La sexta provincia. El humo que ciega los ojos y venga otra ronda de gaseosa. Cómprese una nación y todos sus problemas resueltos, que, por supuesto, siempre son culpa de otros. De ahí a Waterloo hay muchos kilómetros, pero el territorio mental, emocional y sentimental me está pareciendo el mismo. La seña talaverana como la sublimación, hacia abajo, del nacionalismo que tanto cabalga en España y que ya vemos que, en su triunfo, todo lo contamina. La cerca. La parcelita. El muro sanchista. Roña y antigualla. Un éxito que es la desgracia general de todos nosotros.

Vuelvo a recordar otra vez, no sé por qué, aquella maravillosa pintada que me encontré un día en la calle. No he podido olvidarla, un genio tuvo que ser: “Fuera españoles de Castilla”. Se lo digo yo: una obra maestra.