Yo creía que las amígdalas eran las anginas. De chica –como dicen en mi tierra– supe de tan distinguida palabra cuando la madre de alguna de mis amigas fue a dar el parte de salud a la “madre/hermana” –que era nuestra tutora en el colegio de monjas al que fui y del que tengo maravillosos recuerdos, el Cristo Rey, en Jaén– , y en lugar de decir que su hija había sido operada de anginas, contó delante del resto de cotillas de diez años que a su retoña le habían intervenido las amígdalas, y a mí me pareció de lo más sorprendente, pues la palabra denotaba una gran importancia. Y ahora, a mis años, me entero y resulta ser que la amígdala, al margen de la garganta, también se encuentra en el cerebro. Y, para colmo, es la culpable de nuestras emociones.
A decir verdad, fue con el libro de mi gran amiga Marta Freire, Ponte en modo DISC, cuando tuve conocimiento por primera vez de la amígdala del cerebro. Marta habla en su libro del «secuestro de la amígdala», por lo que entenderán que me enganchase desde el minuto uno y que quisiera saber más. Parece ser que en la amígdala se procesan y almacenan nuestras reacciones emocionales, fundamentales para que podamos sobrevivir. Así que nuestra preciosa amígdala recibe las señales de peligro potencial y desarrolla reacciones que nos ayudan a autoprotegernos. ¡Menuda importancia tiene esta pequeña!
Se sabe que primero está la emoción y luego viene el pensamiento, o sea que aquello de «piensa mal y acertaras», debería ser «siente bien y pensarás mejor». Esta es la preciosa teoría. Pero qué pasa cuando te levantas con nostalgia, cierto pesar o incluso rabia y frustración. Porque de esos tediosos días tenemos todos, bien porque tuvimos ayer un mal día, porque tenemos un problema que resolver o, simplemente, porque sí, porque nos hemos colocado en bucle, lo que se viene a llamar modo «cuento del vecino y el martillo» que, seguramente conocen, pero que si no es así, les resumo.
Un vecino ejemplar, de esos que todos tenemos, decide colgar un cuadro; tiene de todo lo necesario, taladro, broca, taco y clavo, pero le falta el martillo. Y decide pedírselo a su vecino. Afanoso, sale de su casa y en el camino comienza a pensar: ¿y si no me lo presta? A veces es muy seco conmigo, ni saluda, pero yo nunca le he hecho nada para que se comporte así. ¿Y si me abre y, cuando se lo pida, me da con la puerta en las narices? Pero qué desfachatez, yo que siempre he estado ahí para lo que ha necesitado y siempre que alguien me ha pedido algo lo he prestado con una sonrisa, ¡será estúpido! Sus pensamientos van de mal en peor y al llegar a la casa del vecino, llama a la puerta y al abrirle le dice: «Guárdate el martillo donde te quepa». Moraleja: no hacer caso a los pensamientos negativos que secuestran a nuestra amiga.
Qué hacemos entonces con nuestra amígdala que nos hace estar alerta con esas emociones. Sinceramente, como no soy especialista en la materia no puedo responder con afirmaciones rotundas. Sin embargo, siento que mi amígdala se reconforta y una cierta alegría resurge en mí cuando en esos días contacto con familiares y amigos. Contar cómo nos sentimos y saber de sus emociones hace que nos concibamos unidos al mundo en esos lazos invisibles que no debemos cortar jamás.
Y me doy cuenta de que hay momentos en los que preciso limitar, incluso cortar, con la información que me llega del exterior. Televisión, redes y todo aquello que me aparta del ahora consciente, de lo que siento y necesito compartir. Y mi amígdala me pide que mire a los ojos de los demás, que busque su sonrisa que más tarde será la mía, que busque la mano cálida en el sofá de quien está a mi lado. Y eso también funciona.
Otra herramienta es escribir. Escribo todo lo que siento y pienso, a veces como si me leyera desde fuera. Entonces, como por arte de magia, descubro lo que me pasa y le doy un nombre. Da igual si tiene sentido lo que mis dedos han tecleado consciente o involuntariamente, pero llego a lugares a los que mirando al móvil con desazón jamás llegaría.
Y si la espiral de mis pensamientos me convierte en un tsunami de sentimientos del que no puedo salir, busco ayuda profesional.
Os preguntaréis el motivo de mi columna de hoy. Pues bien, aprovechando que acabamos de ponerle los pañales al 2024, que los propósitos son ahora más fuertes que en todo su curso, que venimos de un baño de familia y amigos, creo que es el momento de conocernos un poco más y caminar hacia ese lugar que llaman una buena salud mental.
Cada vez más estudios nos acercan hacia el conocimiento de cómo sentimos y pensamos, así que no nos hagamos los suecos y avancemos hacia ese equilibrio que nos aporta paz interior, para mí, el paso a lo que entiendo por felicidad.
Con cariño os deseo que cuidéis de vuestra amígdala y que os acompañe en un camino de vida lleno de emociones maravillosas.