Últimamente las miradas me persiguen, ¿por qué será? Fuera de guiños personales, he de confesar que las miradas me atraen, atrapan, enganchan y, al mismo tiempo, me ensombrecen, enfadan o incluso hielan la piel.
La mirada de una persona es todo antes que su voz o su tacto. Hay ojos que, por su simple color y forma, te atrapan como en una tela de araña; otros que, por su guiño, te conducen a un bienestar fuera de lo común. Sinceramente, nunca me había parado a investigar cuántos tipos de miradas hay, hasta que, hace unos días, cayó en mis manos un anuncio que me invitaba a leer un libro sobre ello. Ya sabemos que todo lo que buscamos o escribimos en san Google luego viene de vuelta y, a veces, con buenos resultados.
A nivel psicológico, el estudio de la interpretación de la mirada es extenso y maravilloso porque, a través del minucioso detalle de las expresiones faciales y oculares, es posible llegar a informaciones muy pormenorizadas sobre las emociones, intenciones y pensamientos que puede tener una persona en relación con las otras.
Ya los griegos, que eran pensadores y estudiosos mucho más dedicados y sin inteligencia artificial ni internet, en todas sus estatuas, en lugar de fijar una mirada hacia algún lugar del exterior, lo hacían hacia el interior. Así, las grandes esculturas de los dioses griegos miran siempre hacia dentro con un cierto halo que pareciese que también lo hicieran al exterior. Tanto es así que no parecen del todo ni ausentes ni excesivamente concentrados, equilibrados, como eran ellos.
Según pude leer, existen varios tipos según se clasifiquen, pero, para no aburrir a sus bonitos ojos y menos a sus preciosas mentes, solo mencionaré los que realmente me llamaron la atención.
La mirada directa que nos han clavado alguna vez está claro que se interpreta como un acto de interés, de poder o dominación. No negaremos que en familia más de una se nos escapan. Pero a mi una de las que más me gustan es la mirada hacia arriba, como las vírgenes de Murillo, esas que no sabes si suspiran de amor o de aburrimiento.
Otra mirada inconfundible es la vertical, estupenda mirada para que hagamos un barrido de arriba abajo o viceversa sin pudor alguno. Dicen que es propia de las mujeres, pero me río yo de tan magna desfachatez, como si los hombres no se barrieran y nos barrieran. Y qué decir tiene la mirada hacia abajo, como ese niño vergonzoso que no sabe dónde meterse cuando un adulto le aparta, porque sí, para decirle algo que le incomoda, o cuando hemos echado una mentira piadosa.
Y la mirada que brilla y la robada, tan unidas ambas en el cortejo, y dulce festival que provoca el enamoramiento. No puedo sino derretirme con ellas cuando las recuerdo no tan pretéritas y cosquilleantes.
Con la mirada de los ojos en blanco más bien me siento incómoda, pues esa superioridad, en muchos casos irreal, se marca un compás marcado por unas cejas bien levantadas y bocas con mohínes y curvaturas hacia abajo. Ya sea por superioridad o hartazgo, la verdad es que son poco atractivas y nada enriquecedoras.
Por último, la mirada nerviosa, sí, esa que va de un lado para otro queriendo saber qué vendrá después; esperando una salvación caída del cielo o simplemente ansiosa por terminar.
Como ven, las miradas son múltiples y hay muchas más, pero les sería cansado y tedioso y dejarían de mirarme. El quid de la cuestión es que no vemos cómo miramos a los demás cuando alguna de esas miradas se nos escapa de la cara como un emoji y ya no hay manera de contener su resultado.
¿Y si ensayáramos? Pues no serían naturales, con lo que perderían ese punto de naturalidad y frescura que se acompaña con cada gesto y palabra.
Me despido con unos versos de Lord Byron: «las miradas son flechas invisibles que conectan dos almas a distancia. Los ojos son poetas, y sus miradas, los versos más hermosos».
Como a mirar se aprende mirando, igual que a pensar, pensando, la vista solo aprenderá mirando con conciencia. Si las personas nos importan, hagamos que nuestras miradas no ofendan y escriban el renglón siguiente de nuestra relación.