Campos anegados de agua, siembras secas porque no llueve, tierras de labranza desterradas en barrancos, familias que miran al cielo e imploran que el viento y las nubes vuelvan a sus antiguos usos. Mientras tanto, la lectura que se cuece a pasos agigantados en los despachos de quienes dicen sí o no a cómo ha de evolucionar el campo, el producto, los mercados, los fondos, la economía, Europa y el mundo, es bien distinta, porque se hace desde el poder. Y siendo tan antagónicos, los unos sin los otros no pueden subsistir.
No entiendo nada de lo que está pasando, no encuentro sentido a que quienes cultivan el alimento y crían nuestras proteínas, puedan estar tan desamparados, y que el que compra en el supermercado o franquicia de moda la ensalada enlatada y se mete en su torre de oro, no sepa ver lo que en mi día a día veo tan cercano.
Por suerte, he tenido la oportunidad de escuchar cómo estos hombres y mujeres, desolados por su presente y futuro, siguen siendo piadosos y humanitarios. Ante la euforia de la defensa de su nefasta realidad, el conocimiento de que había coches particulares de personas que iban hacia la ciudad para darse un tratamiento de cáncer y otras angustias vitales, han antepuesto sus reivindicaciones y han abierto un paso de esperanza, aún queda compasión.
Y he hablado con esposas de camioneros que, inquietas y nerviosas, miraban las pantallas del móvil, con la espera de saber que sus compañeros de vida se encontraban bien y proseguían sus travesías. Y así, sin entender nada rebotaba en mi interior una ida y venida de respuestas que reafirmaban o reprochaban lo que en toda España y Europa está pasando.
¿Y es que no comemos todos? El campo es la raíz del hombre con la tierra, cada vez más desbastado y aniquilado. Antes al final de la recogida de la aceituna, la uva, del cereal, o el azafrán todo el mundo brindaba, y se rezaba por la cosecha venidera, hoy agricultores, ganaderos y jornaleros, cada vez más envejecidos, y en esta España vaciada, están cansados de no ver ni el fruto en la tierra, ni el resultado de su trabajo en las cuentas.
Desde la ventana de un décimo quinto piso, se ve muy fácil cómo cambiar la economía, los derechos, los costes y las inversiones, pero esa distancia tan abismal hace que no se sienta la tierra, su fuerza y sus gritos.
Ni lo uno, ni lo otro, yo quiero seguir comiendo garbanzos, tomates, naranjas o uvas con un buen chorreón de aceite en una hogaza de pan, si no existe acercamiento y entendimiento entre los que pisan y abrazan tierra y los enchaquetados de los rascacielos, que complicado va a ser, pues la madre tierra ya se está encargando de poner buenas zancadillas y el mercado unos precios inasequibles para el común de los mortales.
No entiendo nada, pero siento pesar por todo lo que está pasando.