Vivimos hoy fechas calamitosas en las que la Madre Naturaleza ha elegido una vez más tierras levantinas y sureñas de nuestra querida España para demostrarnos que sus días de inmensa generosidad benefactora se alternan con otros, cuya razón y cadencia temporal no entendemos, de rigor inmisericorde.
Su furia destructora arrasa no sólo lo más imprescindible de nuestra materialidad vital, sino lo que aún queda de trascendente en una fe que se resiste a aceptar tanto abandono de la Providencia.
Han sido, son todavía, una especie de concierto extrahumano de voces indefensas y silencios horribles en los que la tierra y el cielo, protagonistas únicos con su propio ruido de terror oculto, con su repulsivo color gris, parecía que no tuvieran otro nexo de unión que el temor a la muerte y la angustia de la desesperanza cuando la felicidad ya no tiene sitio y el agua ya no es vida.
Pero en el escenario de ese concierto, de puro caótico casi apocalíptico, –sobre todo en el postconcierto–, han sonado también otras voces menos épicas. Algunas, bastantes, agrias y desabridas. Otras, las menos, sensatas y prudentes. Las más, resignadas, tragándose el llanto de haber perdido todo, con esa admirable solidaridad que desde el abrazo de unos con otros en la tristeza y el infortunio, hasta se atreven a dar un salto al optimismo.
Tal vez alguien se atrevería hoy a pensar que el novelista don Vicente Blasco Ibáñez, como narrador extraordinario de ese escenario de amores y desamores que era la Albufera valenciana de su novela, debería haber elegido para su "Cañas y barro" un título menos premonitorio.
Como si todo hubiera sido una pesadilla que se podría haber evitado, como si esa futura inteligencia artificial, de imbatible omnipotencia sobrehumana, que se nos anuncia como ya casi presente, hubiera desterrado por inútil y caduca a la simple inteligencia natural –quizá todavía necesaria pero sospechosa de culpable–, ha emergido un inesperado –o no tanto– debate: el de las obras hidráulicas.
He pensado en algunas variantes de ese debate. Para algunos eran una realidad desconocida. Para otros, obras inexistentes hasta entonces, un invento de tecnócratas malvados, fieles siervos de un detestable sistema político conocido como la dictadura.
Y hasta los ha habido que las han descubierto a través de un relato de puro simple casi infantil. Alguien, en algún extraño blog narrado por entregas en cualquier red social, ha contado que hubo un tiempo, hace ya muchos milenios, en que los humanos se agolpaban, alineados en cientos de kilómetros, en las orillas de los ríos. Al parecer, para satisfacer muchas necesidades de su vida, pero sobre todo para calmar su sed.
Un buen día, según cuenta el voluntarioso relator, a uno de aquellos ribereños que todavía funcionaba sólo con inteligencia natural, le dio por cavilar, tampoco mucho, que sería mejor formar grupos algo alejados de la corriente fluvial y aprovecharse de ella haciendo acopio de sus aguas para calmar su sed y también utilizarlas en otros usos. Por lo visto, narra el cuentacuentos, la propuesta fue aprobada por unanimidad.
A los sitios del territorio ocupados por los grupos, ya abandonadas las orillas, según fuera mayor o menor su número y tamaño, los llamaron poblaciones, pueblos o ciudades. Ellos, sólo de recién asentados, recibieron el inicial nombre de pobladores. Pasado un cierto tiempo, ya más o menos organizados, vecinos. Y al cabo de los años, hasta con leyes de agua y todo, se les llamó ciudadanos.
Los depósitos del volumen de agua almacenada recibieron el nombre de embalses o pantanos. A los impresionantes murallones que las contenían elevados entre las angosturas de los montes que cerraban barrancones o grandes vaguadas, se les ocurrió llamarles presas. Los traslados del líquido elemento vital empezaron a ser conocidos como acueductos. Y si un muchacho de la orilla de aquí se había enamorado de una muchacha de la orilla de enfrente, sobre las aguas del río, además de otras habilidades, levantaban puentes.
El relator de esta curiosa fabulación de futuribles la terminaba, como fin de una lección magistral, proclamando eufórico haber explicado el origen y concepto de obras hidráulicas.
La verdad es que aquí, en Toledo, esta narración tan elemental y pedestre, no era nada difícil darla por verosímil. En una parte muy importante de la historia milenaria de nuestra ciudad, como un sustrato siempre presente en la vivencia comunitaria, permanecía subyacente una especie de eterna y contradictoria obsesión: la tantas veces angustiosa carencia de agua era pesadilla colectiva tanto más frustrante cuanto más próxima se la veía circular bajo sus puentes por un rio caudaloso por la que corría inaccesible.
Si fuera por el aprovechamiento de sus aguas, aquel río que el propio Rey Felipe II llamó "el río de España" no era al parecer el río de Toledo. Lo sería quizás para otras utilidades, pero no lo era al menos para mitigar la sed de los habitantes de tantas generaciones, de muy diversas culturas, que moraron durante siglos en uno de los más elevados y abruptos picos de la muy extensa Carpetania. Quizá en ningún lugar de la tierra llegara a ser tan imprescindible y hasta influyente un gremio como lo fuera el de los azacanes en Toledo.
Para colmo, por razones un tanto irracionales, a aquella topografía endiablada, presuntamente urbana, – sólo quizá comparable con la visigoda Recópolis–, se le venía a añadir, como predestinación histórica, una vocación de liderazgo político que llegaría a concederle reconocimiento y título de Ciudad Imperial.
Con estos antecedentes, la ciudad de Toledo era firme candidata para ser escenario ideal de obras hidráulicas. De los numerosos intentos que a lo largo de la historia han afrontado tan grave problema de simple supervivencia, el primero del que tenemos noticia más documentada y evidencia física de su realidad es la Presa de Alcantarilla, también conocida como Presa de Los Paredones. Infraestructura que abastecía de agua a la ciudad en la época de presencia romana en la península –son prácticamente inexistentes otros de dataciones más remotas– reunía en su propósito almacenaje y transporte, presa y acueducto. Era en realidad un sistema hidráulico completo.
Situada en el término municipal de Mazarambroz, suministrada por el río Guajaraz, es de suponer que los más de treinta kilómetros que median entre la presa y el final de su acueducto, ya a la altura del propio Puente de Alcántara, a los toledanos de la época –ellos acostumbrados a ver pasar el agua a sus pies sin poderle dar uso inmediato– debió parecerles una distancia ridícula.
Esta infraestructura ha sido objeto de muy valiosos trabajos de investigación aunque en algunos aspectos, tales como las aportaciones al acueducto del arroyo de San Martín de la Montiña, sin conclusiones de valor definitivo. También, estudios casi paralelos en otras áreas del entorno más meridional de la ciudad, con su propio acueducto desde hipotéticos manantiales de suministro situados en la zona de los Cigarrales de Pozuela, han investigado este sempiterno asunto del abastecimiento de agua potable a Toledo.
De todos esos intentos, el trascurso del tiempo dejó como recuerdo del acueducto de Alcantarilla el enorme mogote de su último arco antes de cruzar el Tajo, bajo el que pasamos casi a diario en nuestra Vuelta al Valle, acelerando algo el paso porque la inteligencia artificial tampoco ha logrado todavía convencernos de que la fuerza de la gravedad no pueda aumentar su potencia en algún momento, ese sí, de auténtica gravedad.
Muchos han sido después los proyectos de traída de aguas a la ciudad, incluidos los de ascensión desde el propio río que la circunda. Desde los descritos en un magnífico trabajo del historiador toledano don Gabriel Mora del Pozo –algunos surrealistas de puro pintorescos, otros simples tomaduras de pelo para embaucar a concejales ingenuos–, hasta el de suministro desde el embalse del Torcón, que proporcionará trabajo a arqueólogos e investigadores locales para conocer la fecha exacta de su inauguración y entrada en servicio.
Pero de entre todos ellos, ninguno tan merecedor de mención como el conocido Artificio de Juanelo. Proyecto genial de un talento superdotado, no podría ser obra menor la de aquel ingeniero italiano, Janello Torriani, natural de la ciudad lombarda de Cremona, nada menos que relojero mayor de la Corte Imperial de Carlos I, a quien acompañó con leal amistad hasta su fallecimiento en Yuste, y sin duda alguna la figura más emblemática del panorama técnico-científico de la Europa del Renacimiento.
De aquella magna obra hidráulica ascensionista, admirable por su complejidad mecánica, reconocida como El Ingenio por antonomasia, han existido muy numerosos intentos de reproducción, auxiliados algunos muy recientes por las más avanzadas técnicas de reprografía virtual. No obstante, de ninguno de ellos podemos afirmar que sea fiel y exacta imagen reducida del Artificio.
Basado tal vez en la escala de Valturio de la maquinaria militar del llamado arte de la guerra, Juanelo Turriano –que así se castellanizó aquí su nombre– abordó el hasta entonces problema insalvable del desnivel de casi 100 metros entre la orilla del río y el "inmediato" punto más alto de la ciudad, con la genial idea de sobrepasar las soluciones hasta entonces clásicas –horizontalidad de acueductos romanos, verticalidad de norias árabes, en realidad dos formas distintas de la cultura del agua– con la revolucionaria síntesis de elevación en plano inclinado sobre el talud de la roca milenaria de asiento de la ciudad.
La inexistente constancia de planos o bocetos de tan formidable obra de ingeniería hidráulica, como si de un misterioso enigma se tratara, pareciera que es también casi mitológica dimensión legendaria del Hombre de Palo, creación robótica atribuida al propio Juanelo y leyenda incorporada como una de las más sugestivas del amplio repertorio toledano. Eran aquellos años de toda la segunda mitad del XVI los del máximo esplendor del Imperio español de los Austrias. Su hegemonía política convocaba a figuras extranjeras muy preclaras de muy distintos ámbitos. También, junto a oportunistas y aventureros, buscadores de fortuna. Y para más señas, no pocos de ellos recalaban en Toledo.
Por ejemplo, un todavía joven, con sus 36 años, Doménikos Theotocopoulos, El Greco, arriba a Toledo en 1577. Se encuentra aquí con un ya anciano de casi ochenta años Juanelo Turriano que lo había hecho en 1563, y también con otro ingeniero italiano, Giovanni Battista Antonelli, que había diseñado y construido importantes baluartes y fuertes militares para la Corona española.
Sin embargo, los dos italianos acceden a nuestra ciudad con motivos bien concretos, distantes de sus respectivas habilidades más reconocidas. Juanelo, casi olvidado ya su antiguo arte relojero, llega con el encargo de proyectar y ejecutar su Artificio de ascensión de aguas, mientras que Antonelli, ajeno ahora a su condición de ingeniero militar, recibe en 1580 la encomienda de iniciar los estudios para la navegabilidad del Tajo.
Si transcurridos estos fatídicos días de la mil veces maldita gota fría levantina tuviéramos todavía ánimo para viajar a unas tierras valencianas, ya poco a poco recuperadas de tanta desgracia, deberíamos hacerlo acompañados de dos personajes imprescindibles.
Ellos nos pedirían que descendiéramos desde los puntos más negros de la tragedia, hasta la Hoya de Alcoy, ya en provincia de Alicante. No es demasiada la distancia. En esta comarca hay un pequeño pueblo que cuenta con la gloria de tener en su término municipal una de las presas más antiguas del mundo y la más importante de Europa y de todo el mundo conocido en su época. El pueblo se llama Tibi. El proyecto de la presa fue encargado por el propio Rey Felipe II a uno de estos acompañantes en nuestro imaginario viaje. Se llamaba Juanelo Turriano. Al otro se le encomendó la dirección de la ejecución de las obras. Su nombre era Juan Bautista Antonelli. Con algunas reparaciones y ampliaciones del propio embalse a lo largo de los años, la presa todavía sigue en servicio.
En el viaje de vuelta había un punto de parada obligada. Era el pueblo de Consuegra, una muy manchega localidad toledana que hacía ya muchos años había sido terrible víctima de una inundación devastadora del río Amarguillo, que atraviesa el centro de la población.
Durante mucho tiempo permaneció viva la polémica sobre la muy dudosa eficacia de una antigua presa romana aguas arriba de un río que casi siempre era poco más que modesto arroyo. Ahora había que aprovechar la ocasión de este viaje. Nadie como aquellos dos genios de las obras hidráulicas podrían dar alguna explicación sobre la influencia que la rotura de esta presa y la súbita descarga de su caudal acumulado tuviesen sobre la catastrófica riada.
En cualquier caso, la realidad insoslayable era que el cambio climático de 1891, año de aquel fatal 11 de septiembre, después de haber descargado sobre toda la comarca y durante varios días imparables lluvias torrenciales, habría hecho muy difícil cualquier previsión que pudiera paliar o al menos aminorar los efectos de aquella tragedia dantesca que asoló casi por completo el pueblo y se saldó con la espeluznante cifra de 359 muertos.
Pero el pertinaz ritmo de la vida parece tener fechas de calendario inamovibles. Siempre es así. También lo era en aquel Toledo de 1891. A pesar de tan trágico acontecimiento fue aquel un año para efemérides menos dramáticas en nuestra ciudad: el Hotel Castilla abría sus puertas a lo más selecto del turismo cosmopolita, la Venta de Aires sacaba de sus fogones las primeras perdices estofadas y en los anaqueles de la madrileña Cuesta de Moyano se situaba en primera fila el "Ángel Guerra" de don Benito Pérez Galdós. Toda una sobredosis de exaltación toledanista.
Por lo demás, Juanelo Turriano y Juan Bautista Antonelli seguían siendo entre nosotros dos grandes desconocidos. Ese Toledo al que tanto sirvieron ni siquiera se ocupó de preservar el lugar en el que, una vez aquí fallecidos, sus cuerpos hallaron descanso eterno. ¿Sería mucho pedir que en algunos sitios significativos de la ciudad cualquier tipo de monumento perpetuara su memoria tan injustamente olvidada?