Las farolas de la carretera
La partida de ajedrez que siguen disputando Puigdemont y Rajoy lo inunda todo desde hace semanas y está empezando a hacerse pesada. Reconozco con cierto pudor que a mí, periodista a diario y opinador semanalmente en este espacio, el monotema empieza a resultarme indigesto. No puedo compartir las tesis independentistas, sobre todo porque se basan en una supuesta superioridad moral y en una insolidaridad monetaria que me producen repugnancia, pero la realidad es que, hoy por hoy, no me preocupa en exceso que la independencia llegue a concretarse.
Mientras conduzco mi coche camino a casa he llegado a la conclusión de que la unidad de España debe ser un tema mucho más importante de lo que soy capaz de percibir. Hago kilómetros mientras escucho un programa de radio nocturno con varios tertulianos, algunos de ellos bastante exaltados, que no logran impregnarme de ese ambiente casi apocalíptico que parecen respirar por culpa del desafío independentista. Llega un momento que me aburren, desconecto y caigo en la cuenta de que no hay una sola farola encendida en toda la carretera. Ni en esta carretera ni en ninguna por las que estoy pasando mientras me acerco a mi domicilio, con la excepción de algunas que sí lucen en las rotondas, aunque no en todas.
Las miles de farolas que se apagaron en las carreteras de toda España para ahorrar electricidad en lo peor de la crisis, sobre todo entre 2010 y 2012, nunca más se han vuelto a encender. Es un caso paradigmático que deja claro que las mejoras macroeconómicas no se traducen en mejorar para la gente si no hay voluntad política. La economía vuelve a crecer pero las carreteras españolas siguen siendo la boca del lobo y seguimos conduciendo a oscuras. Que alguien dé al interruptor cuanto antes, por favor, porque es una cuestión de seguridad que salva vidas.
Llego a casa y me doy cuenta de que me atormentan más las farolas apagadas de la carretera que la posible ruptura de España. Duermo bien, sin sentimiento de culpa. ¿Qué me pasa?