Matar periodistas
Salud Hernández Mora, periodista colombiana de nacionalidad y también española, desapareció hace tiempo en la zona selvática controlada por la guerrilla del ELN y fue liberada tiempo después. Todos saben que es el látigo de los corruptos en ese país y, según dicen, nada ni nadie está a salvo de su incisiva pluma. "Ha recorrido todos los rincones de Colombia donde ni el mismo ejército se atreve a meterse y es muy crítica con Juan Manuel Santos, el actual presidente del país, por los que sus columnas en el periódico El Tiempo son admiradas y odiadas a partes iguales, pero de lectura obligada de la sección dominical", se ha escrito sobre su figura.
Cuando Salud desapareció estaba haciendo un reportaje sobre el cultivo de coca, en una zona donde apenas hay maestros, ni médicos, ni acceso Internet, un lugar dejado de la mano del gobierno en el que la desnutrición infantil es casi lo más leve que ocurre, por lo que es de prever que en su relato no estaba dispuesta a hacer concesiones de ningún tipo.
No conozco personalmente a esta colega, que lleva más de 17 años viviendo en Colombia, y denunciando todo lo que ha tenido que ver con la guerrilla -a cuyos líderes más sanguinarios ha llegado entrevistar-, pero he escrito otras veces sobre ella y sé que es una mujer valiente e insobornable y por eso la temen. La admiro por lo que hace y por lo que representa y lamento que el ejercicio del contrapoder se haya convertido en una excepción en un oficio donde la valentía no es precisamente algo que cotice al alza.
En las últimas semanas he tenido ocasión de moderar un coloquio con los máximos directivos de los principales periódicos de este país y está claro que nuestro oficio atraviesa una crisis de hondo calado. El problema es que somos nosotros mismos quienes estamos dejando morir la profesión desde el mismo momento en que consentimos que la noticia, su veracidad y por tanto su confirmación contrastada por distintas fuentes sea lo de menos y lo demás un titular escandaloso, cuanto más mejor, aunque se aleje de la realidad. Somos culpables desde el mismo momento que hemos consentido que la cuenta de resultado de nuestras empresas, por mucho que sean tiempos de crisis, se convierta en una pesada losa que aplaste u oculte la verdad y también a la manoseada libertad de expresión a la que luego todos apelan y reivindican falsariamente.
Pero más allá del "mea culpa" cada vez es más evidente que tenemos un oficio de alto riesgo. Los ataques a la libertad de prensa en su más descarnada expresión, atentados contra periodistas que antaño nos parecían cosas impropias de la Europa avanzada son cada día más habituales. “Una bomba lapa situada en su coche acabó esta semana brutalmente con la vida de la periodista maltesa Daphne Caruana Galizia, de 53 años", escribía el otro día Rosario Gómez. Estaba involucrada en una investigación sobre los papeles de Malta, una derivación de los llamados papeles de Panamá que revelaron en mayo cómo la pequeña isla mediterránea se había convertido en un paraíso fiscal dentro de la propia UE. Sus indagaciones salpicaron a la esposa del primer ministro y a varios miembros del Ejecutivo. Abocaron a un adelanto electoral y, pese a las revelaciones, el laborista Joseph Muscat volvió a ganar en junio. Caruana Galizia, la víctima mortal número 41 computada por RSF en lo que va de año, estaba en el punto de mira. Pocos días antes de ser asesinada presentó una denuncia en la que aseguraba haber recibido amenazas de muerte. Ahora su hijo culpa al Gobierno de Muscat de permitir el crimen, la corrupción y una cultura de impunidad. “Mi madre ha sido asesinada porque se interponía entre el Estado de Derecho y quienes quieren violarlo, como muchos otros fuertes periodistas”, ha denunciado Matthew Caruana Galizia.
En el otro extremo de la UE -seguía relatando el artículo - en la costa sur de Copenhague, la policía encontró a finales de agosto parte del cuerpo de la periodista sueca Kim Wall, de 30 años, que según todos los indicios fue asesinada cuando se encontraba a bordo de un submarino para realizar un reportaje. Su cadáver, mutilado salvajemente, fue hallado en el mar Báltico. Peter Madsen, excéntrico inventor y propietario del sumergible Nautilus, ha sido acusado de homicidio.
Crímenes destinados a acallar la voz de la prensa son moneda común en los países donde el narcotráfico, los paramilitares o los Estados corruptos se han hecho fuertes. Pero que estos ataques se produzcan en el seno de la Unión Europea son una noticia inquietante. La Comisión Europea, con su presidente, Jean-Claude Juncker, en primera fila, se ha apresurado a condenar el asesinato de la reportera maltesa con una contundente declaración de intenciones: “El derecho de un periodista a investigar, hacer preguntas incómodas e informar de manera efectiva está en el corazón de nuestros valores y debe garantizarse siempre”.
Sabemos que México, Irak y Siria encabezan de manera destacada la lista de los países más peligrosos para los periodistas pero nuestra profesión ya es de alto riesgo en todos los lugares del mundo. Matar al mensajero es algo tan antiguo como la misma humanidad y en los nuevos tiempos para matarnos simplemente inundan la redes sociales con comentarios injuriosos, nos acusan de ser unos vendidos cómplices o dóciles con el poder. Sigmund Freud, como he recordado en alguna ocasión, consideraba el hecho de matar al mensajero como una forma marginal de defensa para enfrentar lo insoportable, citando por ejemplo el famoso lamento de los musulmanes españoles -"Ay de mi Alhama"- que relataba como el rey Boabdil recibe la noticia de la caída de Alhama. El rey siente que su perdida significa el fin de su mandato, pero intenta que eso no se convierta en realidad tirando las cartas al fuego donde se anunciaba la derrota y matando al mensajero. Freud agrega que otro factor determinante fue la necesidad del Rey de combatir su sentimiento de inutilidad. Al quemar las cartas y matar al mensajero todavía estaba intentando demostrar su poder absoluto. Ahora en nuestra sociedad matar periodistas física o socialmente es una forma de amedrentamiento, un aviso letal para todos porque al fin y al cabo somos sólo intermediarios, nos debemos a los ciudadanos y es a ellos a quienes debemos rendir cuentas y eso los poderosos no lo soportan.