La rebelión y el diablo
No soy jurista y no me considero capacitada para hacer una interpretación de algunos artículos del código penal y, mucho menos, si se trata de no atenerse a la interpretación literal sino fijarse más en el espíritu de las leyes. No sé si los hechos que se van a juzgar sobre lo ocurrido en Cataluña son en sentido estricto un delito de rebelión, pero tampoco me atrevería a decir que no lo sean o si lo que fue es sedición.
La definición literal que nos da la RAE de rebelión es 1. Acción y efecto de rebelarse. 2. Delito contra el orden público, penado por la ley ordinaria y por la militar, consistente en el levantamiento público y en cierta hostilidad contra los poderes del Estado, con el fin de derrocarlos.
Dicen que con esa definición “no se deja claro que una rebelión implica un levantamiento masivo, organizado y con un contenido político bien definido y que no necesariamente tiene por objetivo derrocar al gobierno establecido, sino que suele tratarse de un levantamiento en contra de cierto conjunto de medidas gubernamentales consideradas injustas o ilegítimas”.
Yo ni siquiera llego a eso pero sí pienso que lo ocurrido en Cataluña fue un intento golpista de saltarse la legalidad y pisotear la Constitución.
Dije entonces, y mantengo ahora, que el día que el Parlamento de Cataluña declaró con 70 votos a favor, 10 en contra y dos en blanco la independencia de Cataluña, culminó el mayor golpe de estado que se ha vivido en nuestro país y nuestra democracia desde el 23F. Ese día, el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, no solo malogró la oportunidad que había tenido para reconducir la deriva independentista y volver a la normalidad democrática sino que quedó a los ojos de todos como un pusilánime, un “pelele” en manos de todos que modificaba su opinión, según iba creciendo el nivel de presión a la que se le se sometía. Nadie quería entonces que las cosas salieran como salieron ni que se aplicara el 155, ni que se sometiera a los catalanes y a todos los españoles a esta farsa y ese chantaje. Cataluña se mueve desde hace mucho en el desconcierto y en el desgobierno porque no es normal que la mano que ha mecido la cuna de decisiones importantísimas del president hayan sido la Asamblea Nacional Catalana, Omnium Cultural o la Cup y que haya sido la exigencia de los radicales y su intento de extorsión política, para que se ponga en libertad a los políticos presos, la que se imponga y haga estallar cualquier posibilidad de acuerdo.
¿En qué democracia consolidada se pretende obligar a un gobierno a violar la separación de poderes y se pone como exigencia saltarse las resoluciones judiciales? Solo desde la mente pequeña y calenturienta de los dictadores es eso posible y como es lógico, entonces y ahora, cualquier pretensión similar debería responderse con la respuesta rotunda del Estado. Aquí no se trata, como pretenden algunos, de no querer conocer la realidad de Cataluña sino de que una parte de sus dirigentes quieren imponerla saltándose la norma de convivencia que nos hemos dado todos y convirtiendo nuestra Carta Magna -que celebra ahora sus 40 años- en papel mojado.
Por supuesto que esa Declaración Unilateral de Independencia no sirvió de nada, no solo por ser un acto ilegal y porque nadie la reconoció, sino porque está basada en una resolución golpista y en un referéndum que fue una pantomima. Fue Puigdemont quien pulsó el botón rojo de la aplicación del 155 y quien planteó un camino incierto para los suyos y para todos. Por eso se fugó y desde entonces no ha parado de poner palos en las ruedas a cualquier intento de diálogo. Cada vez que el presidente del Gobierno Pedro Sánchez ha hecho un gesto de distensión, los Torra y Cía le han devuelto una patada dialéctica apelando a la cuenta atrás para la implantación de la República. Yo personalmente siempre prefiero el diálogo, me gusta poner miel y no hiel a los enfrentamientos y estoy convencida de que el Estado de Derecho se impondrá definitivamente tarde o temprano en Cataluña. Eso sí, lamento profundamente que se haya roto la unidad del bloque constitucionalista, pero lo que está claro es que fuera de la ley no hay nada y su peso, en mayor o menor grado, caerá sobre los golpistas. Eso lo decidirán los jueces, y cualquier injerencia en su trabajo es un arma que carga el diablo.