Tremendo artículo de un ex de la región a raíz de la "tremenda" frase de la ministra
El excandidato del PP a la Presidencia de la Junta y diputado nacional Adolfo Suárez Illana ha publicado este martes un interesante artículo sobre Educación en ABC al hilo del extraordinario debate que se ha suscitado en torno al llamado "pin parental".
Ofrecemos íntegro el artículo que su autor ha titulado Concordia y Educación:
La tremenda frase pronunciada por la ministra Celaá, en la que aseguraba de forma categórica que «los hijos no pertenecen a los padres», pone de manifiesto su manera autoritaria de entender el poder; deja al descubierto su desviada interpretación de lo que es un mandato democrático; nos permite vislumbrar su inaceptable vocación del ejercicio del cargo público como imposición de las convicciones particulares e íntimas al conjunto de la sociedad; nos traslada la falta de respeto que tiene por la libertad y la concordia social, que no es otra cosa que el respeto por el «otro», por el discrepante, por el que no piensa como yo y que, no por ello, es mi enemigo, ni deja de ser titular de los mismos derechos que a mi me asisten por estar recogidos en la Constitución Española de 1978 -la llamada Constitución de la Concordia- y en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU -a la que tanto invoca cuando cree que le conviene-. Esta última establece, textualmente, en su artículo 26.3: «Los padres tendrán el derecho preferente sobre el tipo de educación que habrá de darse a los hijos». Por su parte, y en absoluta concordancia con ese precepto, nuestra Constitución, en su artículo 27.3, ordena a los poderes públicos garantizar el «derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». No existe un derecho de propiedad sobre los hijos, ni sobre nadie, pero sí un deber de educar y un derecho a hacerlo de determinada manera; manera que solo pueden y deben elegir los padres.
En esta visión, compartida por todo el Gobierno, contrasta la rotundidad con la que se afirma que los hijos no pertenecen a los padres para negarles su derecho a no verlos instruidos en asuntos de índole moral alejados de sus propias convicciones, con la laxitud y tolerancia con que afronta, ella misma, las exigencias de los separatistas vascos y catalanes, haciendo total dejación de sus funciones para posibilitar el adoctrinamiento independentista en esas dos regiones de España. En lo que sí es coherente, es en su desacierto a la hora de comprender lo que tan claramente expone el citado artículo de nuestra Carta Magna. Pero me es imposible aceptar que la señora ministra padece de una insuperable incapacidad en su comprensión lectora. Sería una falta de respeto que no estoy dispuesto a cometer. Sería, además, un grave error. ¿Dónde está, pues, el problema? Está en el sectarismo permanente que preside su actuación; en la concepción autoritaria del poder que tiene; en una tan pretendida como inexistente superioridad moral de la izquierda radical que, además, tacha de extremista a todo aquel que osa oponerse a sus planes o disentir, así lo haga con todo el respeto del mundo, como intento hacerlo yo.
Quienes así piensan, suelen alcanzar el poder -cuando lo hacen por vías democráticas, como es el caso- a base de prometer un paraíso terrenal que llegará, inexorablemente, tan pronto ocupen ellos el gobierno de la Nación. Para desgracia colectiva, lo cierto es que, una vez producido tan feliz acontecimiento, el edén no solo no llega, sino que parece alejarse cada día más. La inmediata reacción ante el propio fracaso es afirmar que el cielo prometido no se alcanza debido a la radical oposición de «las derechas» con su permanente bloqueo de las reformas «progresistas» que abandera esa «izquierda integradora».
Tras esta empírica constatación, no tardan en proponer una solución inmediata al problema, consistente en una reforma legislativa -constitucional, si es que pueden hacerlo- para dar mayor poder al Gobierno de turno frente a la oposición. Una vez conseguidas esas reformas, y constatada nuevamente su incapacidad para arribar al vergel tan deseado, en lugar de reconocer su propia incompetencia, invariablemente, vuelven a culpar de su fracaso a la radical oposición; todo ello para volver a solicitar, una vez más, un incremento de sus poderes que, esta vez sí, les permitan la ansiada y prometida felicidad suprema que se antoja ya al alcance de los dedos. Lejos de ello, la realidad nos enseña, con tozuda contundencia, que esto se acaba convirtiendo siempre en una espiral autoritaria que solo termina cuando el Gobierno alcanza el poder absoluto, momento que suele coincidir con aquel en el que la sociedad alcanza la ruina absoluta. Este proceso, que alguno puede tachar de exagerado, lo hemos vivido muchas veces a lo largo de la historia, incluso en países muy desarrollados social, cultural y económicamente. Tenemos un ejemplo reciente en nuestra querida y hermana Venezuela.
El profundo radicalismo que encierra la desafortunada frase de la señora Celaá no debe ser pasado por alto. No debe ser infravalorado. Ni debe ser combatido con igual radicalismo e ineficacia. La sociedad española tiene un reto pendiente -permanentemente pendiente diría yo- que no es otro que el de la Reforma Educativa. Una profunda reforma, consensuada, que garantice la pujanza de nuestra sociedad en los años venideros, sin sembrar en esa reforma una ideología que nos perpetúe en el uso del poder a los «unos» frente a los «otros». El objeto de esa reforma no debe ser otro que la verdadera preparación integral de nuestros jóvenes. Debemos establecer un nivel mínimo para todos y escalar los sucesivos niveles en consonancia con el de las enormes exigencias técnicas y profesionales que van a presentárseles en el futuro y en función de las capacidades de cada uno. Todo ello debe hacerse respetando un marco de libertad que garantice a los padres -a todos y de una forma efectiva- el derecho al tipo de educación que quieren para sus hijos, incluyendo, tal y como establece el ya citado artículo 27.3 de la Constitución, la religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Ello no obsta la difusión apartidista de los valores superiores que, desde el punto de vista político, proclama la Constitución de la Concordia como base de nuestra convivencia. Una exitosa convivencia desde hace ya cuarenta años.
Adolfo Suárez Illana. Presidente de la Fundación Concordia y Libertad