En los grandes mítines, cuando las gradas están a rebosar y la gente, enardecida, jalea a su candidato preferido, una luz roja brilla en el escenario. Tenue, sólo perceptible desde el tablado, parpadea cuando las televisiones van a entrar en directo. Así, el presidenciable puede lanzar su órdago cuando sabe que los votantes le están viendo a través de la pantalla. Al igual que las señales que lanzan los faros, estas luces llevan a los presidenciables a casa, pero no a las suyas, sino a las de los electores.
En 1996, José María Aznar era favorito a la Moncloa y Felipe González intentaba, como hizo en el 93, dar un giro a las encuestas y volver a ser presidente. Los mítines de uno y otro eran tan diferentes como sus personalidades.
Miguel Ángel Rodríguez, entonces director de Comunicación del Partido Popular, describe así la oratoria de Aznar: “Tenía muy claro que las frases debían caber en un titular. Cada una de ellas tenía que ser un disparo. En un principio, fue un político distante, pero ya en Castilla y León aprendió la importancia de la empatía, del tú a tú, lo que no fue incompatible con su estilo directo y breve”. El presidente socialista, en cambio, acostumbraba a pronunciar frases largas, sin apenas puntos y aparte. Enrique Guerrero, secretario de Estado de relaciones con las Cortes en ese momento, reconoce que González, durante sus intervenciones, “no estaba preocupado por los eslóganes o los titulares”.
No obstante, tanto socialistas como populares utilizaban la luz roja en sus mítines para avisar a su candidato de que, en ese preciso instante, la televisión había conectado en directo. Rodríguez explica que Aznar no ponía pegas al juego de las luces. Todo lo contrario, lo respetaba y entendía de su importancia: “Sabía que tenía que aprovechar esos momentos. Guardábamos los titulares y los eslóganes para ese instante. Las luces que colocábamos no sólo indicaban que entraba la tele, sino también el canal en concreto”.
Felipe pasaba
Guerrero, que a pesar de la derrota electoral del PSOE recuerda aquella campaña como las más divertida en la que ha trabajado, revela que “era imposible” que el candidato socialista entendiera la importancia de las luces: “Felipe pasaba de estas cosas. Cuando las televisiones conectaban, aparecía hablando de cualquier aspecto secundario, como podían ser los lagos de África, las consecuencias de la entrada en la Unión Europea o las ventajas de tener pasaporte español. El equipo de campaña se ponía nerviosísimo. Recuerdo que yo tenía que estar en la sede del partido, siguiendo nuestra propia retransmisión del mitin para extraer los mejores momentos y tratar de colocarlos en los telediarios, ya que cuando pinchaban en directo, nuestro candidato nunca estaba explicando algo clave”.
Miguel Ángel Rodríguez asegura que González no seguía la luz roja porque “podía ir a cualquier canal cuando quisiera”. “Felipe se podía permitir hablar del mar y los peces en ese momento porque cuando quería lanzar el mensaje, iba a TVE y le entrevistaban”. Guerrero, sin embargo, argumenta que era una cuestión de costumbre y de que explotaba otros aspectos y no ése: “Le dábamos indicaciones siempre que se encendía la luz roja, pero no había manera, terminaba hablando de cualquier otra cosa que no fuera el titular”.
Aunque la técnica de la luz roja funcionaba, Rodríguez afirma que, cuando la tecnología lo permitió, pusieron pantallas de televisión en el escenario: “La luz parpadeaba cuando estaban entrando en directo y se tornaba roja y fija cuando ya habían conectado. En el 93, en alguna ocasión, Aznar no pudo ver bien aquella luz, así que en el 96, cuando fue posible, pusimos pantallas en el escenario, donde sólo él podía verlas, para que supiera con certeza cuándo estaba en directo”.
La luz roja es sólo una pequeña diferencia en el proceder, pero pone de manifiesto los caracteres tan diferentes de Aznar y González, uno parco y directo, el otro reposado y extenso en sus intervenciones.