Al llegar a la isla sagrada de Poilao, dejas tu pequeña mochila en la tienda de campaña que te corresponde. A las cuatro de la mañana, los guardas te despiertan para ir a ver el desove de las tortugas verdes. Solo se puede llevar una luz roja frontal, para no molestarlas.
Si se percibe alguna en el camino de subida, hay que cambiar el rumbo porque podrían asustarse y regresar al agua. Este protocolo permite asistir a la puesta de huevos. Y es un momento mágico.
La futura mamá, que nunca conocerá a sus crías, se desvive por protegerlas y trata de despistar a los posibles depredadores dejando pistas falsas. A veces, incluso cavan en la arena dos veces para que no sepan dónde han puesto los huevos. Algunas nadan hasta 2.600 kilómetros para llegar al lugar de desove, que suele ser la playa exacta en la que nacieron.
Observar ese ciclo de vida tan de cerca es un privilegio. Antes del alba se vuelve a salir para ver nacer a las crías de tortuga, otro espectáculo que se queda en la memoria: las pequeñas salen corriendo hacia el mar, que instintivamente localizan apenas dejan el cascarón, un momento de suma tensión y cuando más amenazadas están. No en balde, los buitres de las palmeras esperan pacientes el turno de atacar. Gracias a la presencia humana desisten en muchos casos.
Un gesto necesario dado que, de las siete especies de tortugas marinas que hay, seis están en peligro de extinción, la verde incluida.