Los tanques y la aviación rusa invadieron Ucrania, y las vidas de millones de personas quedaron entre el paréntesis de la guerra. De repente, en la rutina diaria de las ciudades asaltadas se colaron las sirenas previas a los ataques aéreos, las explosiones y las ráfagas de ametralladora, las estructuras antitanque en las avenidas y la muerte.
Los soldados rusos entraron y grandes bolsas de población civil empezaron a salir de su país huyendo de la destrucción. Sin embargo, en la carrera por salvar la vida mucha gente tuvo que quedarse, como las personas enfermas y los pacientes ingresados en unos hospitales que en seguida empezaron a padecer desabastecimiento y cortes de luz, que seguían en pie por ese código no escrito de la guerra que a veces se viola sin miramientos, pero sin poder atender adecuadamente a los enfermos.
Riesgo de muerte prematura
La situación es especialmente crítica para los pacientes oncológicos, sobre todo para los niños. Realizar pruebas, seguimiento e iniciar y continuar con el tratamiento es prácticamente imposible cuando llueven proyectiles y la artillería destruye infraestructuras básicas. En ciudades como Járkov o Kiev, unas de las más golpeadas desde el inicio de la guerra, los enfermos de cáncer tenían que ser trasladados a los refugios subterráneos hasta cuatro veces al día.
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La interrupción de los tratamientos, sumada al estrés y los riesgos de infección, aumenta exponencialmente las posibilidades de muerte prematura de los enfermos. Algunas familias prueban suerte intentando llegar a otros países de Europa donde los niños puedan acceder y reengancharse a su medicación, dejándolo todo atrás y sin ninguna garantía de conseguirlo.
“Interrumpir el tratamiento es un gran paso atrás, hay que respetar las fechas para que los pacientes no progresen en su enfermedad”, aclara Julia Ruiz, supervisora de Oncología del Hospital Niño Jesús de Madrid. “Cortar de golpe el tratamiento también conlleva un alto riesgo de infección, sobre todo si el paciente tiene bajas las defensas”.
Según la ONU, desde que comenzó la invasión rusa de Ucrania, casi cuatro millones de personas han abandonado el país. Para intentar atender la emergencia sanitaria de migrantes y desplazados, la Organización Mundial de la Salud (OMS) intenta coordinar asistencia humanitaria y atención médica básicas tanto en Ucrania como en países limítrofes (sobre todo Polonia). Sin embargo, no siempre se puede garantizar que los países vecinos dispongan de infraestructuras suficientes para acoger a semejante volumen de personas.
En medio de ese plan de ayuda sobre el terreno, la OMS y diversas organizaciones humanitarias trabajan para tratar de reconectar a los niños enfermos de cáncer con sus tratamientos en otros países. Para ello, los pacientes de oncología pediátrica son recibidos en un centro especial de la Ucrania más occidental —la más alejada del Dombás, donde se concentra el grueso de los combates— y desde allí muchos son trasladados en ambulancias a una clínica polaca, donde se los clasifica y se derivan a otros países de Europa.
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Tal y como remarca la OMS en sus informes, también falta tratamiento para enfermedades respiratorias y cardiovasculares, sobre todo en adultos. Además, el desgaste de casi cinco meses de conflicto está mermando rápidamente los recursos y suministros disponibles, y algunos de estos centros de atención han llegado a gestionar seis meses de admisiones en tan solo una semana.
Entre Madrid y Barcelona
Cientos de niños ucranianos con cáncer han sido asignados a hospitales de diversos países europeos, y gran parte han recalado en hospitales españoles. Los primeros 25 aterrizaron en Madrid a principios de marzo, cuando Defensa fletó un avión para traerlos a ellos y a sus familiares. Los menores fueron repartidos en cuatro centros de la capital (La Paz, Niño Jesús, Gregorio Marañón y Doce de Octubre).
La subdirectora médica de La Paz, Susana Noval, explica que antes de la llegada de los niños en los hospitales ya tenían todos sus datos y sus historias clínicas, facilitadas por los actores de esa cooperación internacional en la que se están implicando múltiples países.
“Los niños llegaron directamente desde el aeropuerto, casi todos entraron por la vía de urgencia, pero ese día ninguno tuvo que quedarse en el hospital. Luego sí que hubo algunos que tuvieron que ingresar posteriormente”, explica.
Es el mismo escenario que comenta Ruiz, del Niño Jesús: “Teníamos información previa de ellos para conocer en qué punto del tratamiento se encontraban […] Ese día se marcharon todos después de valorarlos, una vez que decidieron cómo continuar con el tratamiento; algunos fueron ingresados después y entraron en el circuito habitual, como cualquier otro paciente”.
Después han continuado llegando niños a los hospitales españoles, pero ya sin esa información previa sobre su estado y tratamiento: “El grueso llegó en el mes de marzo, luego hubo algunos en abril y mayo, pero a partir de junio el goteo ya es muy escaso; únicamente con los de marzo tuvimos conocimiento previo de su llegada y se nos facilitaron los informes”, declara Noval.
En estos meses, por La Paz han pasado 110 niños con cáncer, se han intervenido a 4 y hay otro en lista de espera. “La inmensa mayoría de los niños oncológicos con pronósticos graves fueron derivados a países más próximos. Aquí llegaron en una situación lo suficientemente buena como para haber podido reanudar el tratamiento con normalidad, y no ha fallecido ninguno”, sentencia la subdirectora.
Unas semanas después, otros 16 llegaron a Barcelona tras la coordinación de organizaciones como la Sociedad Española de Hematología y Oncología Pediátrica (SEHOP) y Administraciones públicas como el Servicio Catalán de la Salud. Se les ingresó en otros tres hospitales referentes en cáncer pediátrico: Sant Joan de Déu, Vall d'Hebron y Santa Creu i Sant Pau.
Uno de los actores implicados en la recepción de Barcelona fue la Fundación Josep Carreras. “La coordinación fue a nivel internacional, todos los niños fueron desde su lugar de residencia en Ucrania hasta Varsovia, y desde allí se repartieron por distintos países”, explica Alexandra Carpentier, portavoz de la fundación.
La exigencia de la guerra obligó a actuar rápido, por lo que la capital polaca se convirtió en una improvisada sala de triaje donde cada caso de cáncer infantil quedó registrado y documentado para la posterior derivación a hospitales de toda Europa.
Carpentier explica que “la mayoría de los niños vinieron con leucemia y cánceres cerebrales, que son los tipos más habituales de cáncer infantil”. Cuando aterrizaron en Barcelona, “lo más importante es que fuesen directamente desde el avión al hospital”. Cada menor pisó suelo español con una fase distinta en el diagnóstico, pero “todos tuvieron pronóstico curativo, y no hubo ninguno que necesitase cuidados paliativos”, remarca Carpentier, aunque reconoce que “los niños con leucemia vinieron muy justitos” y todavía “hay una niña que lleva más de dos meses ingresada”.
Las heridas psicológicas
En los enfermos, a la devastación física del cáncer se une el trauma psicológico de la guerra, que deja profundas secuelas que no suelen contabilizarse en los datos oficiales de dolencias. En el caso de los menores que están siendo atendidos en España, el idioma supone una barrera importante para acceder a los sentimientos.
“Nos hemos visto bastante limitados en la capacidad de comunicación tanto con ellos como con las familias por el tema idiomático […] a la hora del apoyo psicológico y el soporte a la familia ha sido más limitado”, se lamenta Noval.
A ese mismo obstáculo comunicativo se refiere Ruiz, aunque destaca que “venían con traductores y eso facilitó mucho las cosas”. Aclara que en el centro “hay una psicóloga para los niños mayores de 12 años y otra para los menores”, y es la que también “ha estado atendiendo a las madres cuando lo precisaban a través de la traductora”.
Por su parte, desde la Fundación Josep Carreras insisten en que la vertiente psicológica constituye otra de las fases de la recuperación de los menores: “Aparte de atenderlos y acogerlos, el objetivo es que estén bien en todas sus facetas, también en la psicológica. Los niños fueron escolarizados, hacían actividades extraescolares, las madres fueron a clases de español…”.
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En cuanto al futuro, nadie sabe qué pasará con muchas de estas familias a las que la guerra ha convertido en refugiados en tránsito por Europa. El conflicto es cambiante y la mayoría de los núcleos urbanos del país están totalmente destrozados.
Tampoco todos han podido emigrar o han tenido la suerte de recalar en un país donde se garantizan servicios mínimos y hay cooperación internacional. Los hospitales coinciden en una cosa: los niños iban acompañados de sus madres, tías o abuelas, no había padres o eran una rara excepción. Una carga adicional para estos menores que jamás decidieron enfermar ni que alguien invadiera su país.