Una mujer se protege del calor a la sombra de un árbol y bebiendo agua

Una mujer se protege del calor a la sombra de un árbol y bebiendo agua

Historias

La contaminación nos empuja a un planeta inhóspito. El verano que se nos cayó la venda (V)

Los gases de efecto invernadero que emitimos a la atmósfera marcan récords históricos e impactan de lleno en nuestra salud y sustento económico.

7 septiembre, 2022 02:13
Irene Asiaín Bienvenido Chen Cristina Pita Lina Smith

ods-cap5-desk Lina Smith

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Los tejados de Londres guardan los vestigios de lo que en su día funcionó a pleno pulmón: cientos de chimeneas de carbón. Durante décadas permitieron hacer frente a los inviernos más fríos. El humo que expulsaban con tesón conspiraba con las bajas temperaturas, la humedad y la falta de viento para bañar la ciudad de una neblina que inspiró a escritores como Dickens o a artistas de la talla de Monet. 

Esta estampa característica de la capital británica —y algo romantizada— llegó a convertirse en un grave problema de salud pública. La contaminación por la quema indiscriminada de carbón y el uso de combustibles fósiles en la industria llegó hasta tal punto que en diciembre de 1952, la urbe se sumió, durante cuatro días, en una densa nube tóxica amarillenta. Se calcula que murieron al menos 12.000 personas por aquel episodio.

Las consecuencias de aquel desastre ambiental despertaron conciencias, pero también leyes que hasta entonces podían considerarse impopulares, como la restricción del uso del carbón durante el invierno en pro del aire limpio. Con el tiempo, esa niebla que parecía casi impostada, no volvió a aparecer. Sin embargo, la ciencia nos dice que, de una manera más sutil, sostenida en el tiempo y a escala global, estamos volviendo a tropezar con la misma piedra.

Los combustibles fósiles que explotan las economías más desarrolladas están emitiendo gases de efecto invernadero que calientan la atmósfera y la tiñen de una niebla tóxica invisible. Exceptuando el primer año de la pandemia de la Covid-19, cuando todo se paralizó, las emisiones no han dejado de crecer y marcan récords anuales. En 2021, las de dióxido de carbono (CO2) alcanzaron las 36.300 millones de toneladas. 

Cifras que responden, de acuerdo a la Agencia Internacional de la Energía (AIE), al mayor uso del carbón por el impacto del coronavirus en la economía. Y el problema es que tiene visos de continuar —al menos de manera temporal— tras la necesidad energética que trae consigo el corte de gas ruso a Europa.

La situación económica, por tanto, vuelve a relegar el clima a un segundo plano a pesar de las advertencias de los que están, día tras día, ofreciéndonos una fotografía de lo que ocurre en nuestra atmósfera y de lo que nos puede suceder si no se toman acciones contundentes. 

Es un hecho: las temperaturas se están volviendo más insoportables y el clima, más impredecible. Las últimas advertencias del Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas alertaban de que el mundo, en su conjunto, estaba cruzando una línea peligrosa. 

De la evidencia científica al ‘retardismo’

El aumento de 1,2 grados de la temperatura media global se está acercando al peligroso límite de 1,5 grados en este siglo que estableció el Acuerdo de París para mantenernos en un espacio seguro. Sin embargo, las decisiones tomadas en los últimos años nos están conduciendo de una manera acelerada a sobrepasar este objetivo, en algún momento, antes de 2030.

Otro informe posterior de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), el Global Annual to Decadal Climate Update, asegura que las probabilidades de superar los niveles preindustriales en los próximos años habían aumentado —en los últimos siete años— a un 50% para el período comprendido entre 2022 y 2026, cuando, hasta ahora, la ventana de posibilidades se mantenía en un 10%.

Los próximos cinco años son críticos. De acuerdo a las últimas alertas de Naciones Unidas, las emisiones de dióxido de carbono –que generan la industria y el transporte, sobre todo– deberían alcanzar su pico máximo en 2025 y reducirse en un 43% para 2030. Entre los gases más contaminantes está el metano (incluso más que el CO₂), al que los expertos piden limitar en al menos un tercio.

A pesar de la evidencia, grupos negacionistas tratan de desprestigiar los datos científicos en base a otros informes que apoyan lo que quieren escuchar. Jesús Marcos Gamero, profesor en retos medioambientales globales de la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M), asegura que suelen contener “evidencias científicas limitadas y son textos financiados en muchos casos por la propia industria de los combustibles fósiles”.

Sin embargo, hay una realidad palpable, y es que vivimos en un planeta cada vez más caliente que está cambiando las reglas del juego. Lo que creíamos asumido como normalidad, ahora se ha convertido en un tablero de ajedrez sobre el que la humanidad parece conspirar contra sí misma. Tenemos la tecnología y el conocimiento suficientes, pero las acciones quedan resumidas en metas que fomentan el retardismo, la inacción.

Según Gamero, este es “un proceso apoyado por los gobiernos occidentales y productores de petróleo, que proponen escenarios de reducción de emisiones cero a largo plazo con fechas como el año 2050 y que no hacen sino incidir en la inacción”. Y esto en un contexto, insiste, en el que “la emergencia climática, tal y como se observa en los efectos en el planeta y las sociedades, requiere de medidas más drásticas”. Todavía hay tiempo de revertir la cara más amarga del cambio climático.

La inacción, en datos

Este verano es un ejemplo de lo que supone no tomar las medidas necesarias en materia de mitigación y adaptación al calentamiento del planeta. El calor intenso, temprano y sostenido que ha sufrido medio mundo estos últimos meses han tenido consecuencias devastadoras. 

Beatriz Hervella, portavoz de la Agencia Española de Meteorología (AEMET), asegura que las advertencias sobre la mayor frecuencia e intensidad de fenómenos extremos ya se están cumpliendo. Sin ir más lejos, explica que durante casi la mitad de los días de este verano, “España se ha encontrado en situación de ola de calor”, todo un récord.

La experta de la AEMET señala que entre 1981 y 2010, cada verano, España tenía un promedio de seis días bajo ola de calor, pero la cifra subió a 14 días en la década pasada y este año hemos tenido 42 días. Es decir, si bien tenemos que se ha duplicado prácticamente en la última década, este año casi se multiplica por siete el promedio de los 30 años comprendidos entre 1981 y 2010.

Además de esto, “la forma de llover también está empezando a ser distinta”, señala Hervella. Esto se debe a que, a grosso modo, aunque la cantidad es parecida a lo largo del año, lo que sucede es que es en menos días, y cuando ocurre, es de una manera más intensa. Sobre todo en lo que la experta denomina los “hotspots del cambio climático”, que son zonas como la Mediterránea, donde los efectos se amplifican algo más que en otros lugares.

Todas ellas son cuestiones que, estos meses, han impactado a gran escala en la disponibilidad de agua y en las cosechas, pero también, y de una manera muy directa, en nuestra salud.

Las temperaturas tan extremas disparan contaminantes como el ozono troposférico, definido como un importante oxidativo celular por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO). Lo que ocurre es que la radiación solar transforma esos compuestos nocivos y amplifica el efecto invernadero, por lo que en días de calor son especialmente dañinos para la salud.

Este mismo calor, por sí mismo, también mata. Cristina Linares, codirectora de la Unidad de Referencia en Cambio Climático, Salud y Medio Ambiente Urbano del Instituto de Salud Carlos III, conoce bien este aspecto. No solo están los golpes de calor, que suceden de manera inmediata y a corto plazo, sino también la mortalidad atribuible a las olas de calor.

Las personas más vulnerables son los niños, los mayores de 65 años, las embarazadas y aquellas personas con enfermedades de tipo respiratorio (pulmonar obstructiva, por ejemplo), de tipo circulatorio (enfermedad crónica cardíaca, hipertensión…) o de tipo renal (insuficiencia renal). También aquellas con enfermedades crónicas de tipo neurológico (párkinson, alzheimer, demencia…).

“Son las personas que cuando se encuentran expuestas a los efectos de una ola de calor, esta actúa como un precipitante de esa muerte, principalmente se produce una descompensación de una enfermedad crónica ya existente”, explica Linares. A todo esto se le unen también factores sociales o situaciones como las de personas con trabajos al aire libre y muy expuestos al sol (agricultores, barrenderos o trabajadores de la construcción, por ejemplo).

Los últimos datos de muertes por calor en España que revela el ISCIII hablan de, al menos, 4.500 decesos por calor y por la contaminación que disparan esas mismas temperaturas. Algo que se replica a lo largo y ancho del globo. De acuerdo al último estudio de The Lancet sobre este asunto, más de 5 millones de personas mueren cada año en todo el mundo debido a condiciones de calor o frío excesivos (el 9,4% del total de fallecimientos).

Otro estudio reciente de Nature Climate Change va más allá y asegura que al menos un 40% de los decesos por altas temperaturas se debían al cambio climático, a ese aumento de la temperatura media global provocada por la acción humana. 

En este sentido, Linares insiste en la importancia de adaptarse a través de dos caminos. Uno es el de la mitigación, para reducir la emisión de gases de efecto invernadero y que el problema del calentamiento global no siga aumentando. “Esto es una cuestión ya no solo individual, sino también de las administraciones competentes que tienen que ponerse a ello en esta transformación energética que tenemos que llevar de menos consumo de combustibles fósiles, un diferente modelo de desarrollo”, asegura la experta.

Además, asegura que, ante un escenario de altas temperaturas como el que se nos va a presentar, es necesario “tratar de adaptar infraestructuras y tratar de establecer un mapa de riesgos. Es decir, detectar los grupos especialmente vulnerables”.

Linares insiste en que, “ante riesgos medioambientales, que van a ser más frecuentes e intensos, tenemos que estar preparados para saber cómo gestionar el riesgo”, y concluye que “en salud pública, sabemos cómo tenemos que actuar”, pero lamenta que lo que falta es “apoyo para poner en marcha estos sistemas de vigilancia”.

Mar y calor, una ‘bomba de relojería’

Durante el mes de marzo, una inusual ola de calor marina provocó un nuevo blanqueamiento masivo de corales en la Gran Barrera de Australia, el sexto desde 1998. La autoridad marina australiana alertó entonces que se habían registrado un aumento de las temperaturas en el mayor sistema coralino del mundo de entre 0,5 y 2 grados centígrados por encima de la media. Incluso se alcanzó un pico en la anomalía de 4 grados en algunas zonas.  

Lo más preocupante de este episodio es que se dio en un momento del año caracterizado por lluvias y neblinas en la costa este de Australia que, generalmente, “ayuda a enfriar las aguas”, según señaló en un comunicado Lissa Schindler, jefa de campaña de la Sociedad de Conversación Marina Australiana (AMCS). 

Igual que sufrimos olas de calor en la superficie terrestre, los océanos también se están calentando. De hecho, según la NASA, el 90% del calentamiento global está ocurriendo en el océano, lo que ha hecho que las temperaturas del agua hayan aumentado notablemente desde el inicio de los registros modernos en 1995. 

La última medición realizada por la agencia estadounidense muestra que el contenido de calor del océano está en 337 (± 2) zettajulios. En las últimas seis décadas, la cantidad de energía térmica que el océano ha absorbido es de ocho veces más que la cantidad de energía que los humanos han empleado durante ese periodo para cocinar, la electricidad, la industria, etc.

Entre los diferentes efectos del calentamiento de los océanos están el aumento del nivel del mar debido a la expansión térmica, el blanqueamiento de los corales, el derretimiento de las principales capas de hielo del planeta, la intensificación de los huracanes y los cambios en la salud y la bioquímica de los océanos. 

Además, señala Fernando Valladares, doctor en Ciencias Biológicas y profesor de investigación del CSIC, el calentamiento tiene un impacto enorme “en la cadena alimenticia de los océanos y en buena parte de los reservorios de alimentos de todos los peces y los organismos”. 

Un estudio publicado en la revista Science en 2020 reveló que en el peor de los escenarios de calentamiento global, es decir, un aumento de cinco grados en la temperatura media, podría significar la desaparición del 60% de las especies de peces para el año 2100. Incluso si cumplimos el objetivo del Acuerdo de París para mantener el calentamiento global en 1,5 grados, aún sería demasiado caliente para el 10% de los peces. 

Los efectos ya se están notando, sobre todo en la pesca, un sector del que viven casi 60 millones de personas en el mundo. Jesús Gómez Escudero, pescador retirado y autor del libro Toda una vida en la pesca (Círculo Rojo, 2021), cuenta que ha visto grandes cambios desde que empezó en la pesca en el Mar Menor y el Mediterráneo allá por el año 1971, sobre todo en cuanto al cambio en la meteorología y en la variación de los meses de captura. 

“Antes, la entrada de borrascas por el cambio que hace la climatología cuando pasamos de verano a otoño se producía en los últimos días de septiembre; ahora normalmente esa entrada se produce en los últimos días de noviembre”, explica Gómez. Esto supone un retraso de casi dos meses. 

El salmonete, por ejemplo, es una de las especies donde más cambios ha notado. Antes, las capturas comenzaban a principios de octubre y duraban hasta finales de noviembre. En la actualidad, el periodo se extiende únicamente por el mes de noviembre, es decir, viene con un mes de retraso y la temporada es mucho más corta. 

Para Gómez, “el cambio climático es un hecho que no podemos ni debemos obviar”. Ignorarlo supondría poner en peligro una industria que se estima en más de 400 mil millones de dólares al año —según estimaciones de la FAO—. Ya sea por sobreexplotación o por cambio climático, la inacción puede hacer que “el panorama que nos podemos encontrar en el futuro puede ser muy difícil”, indica Gómez. 

Urbanismo y arquitectura para climas extremos 

La Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) venía avisando de una importante borrasca una semana antes de que ocurriera, sin embargo, cuando cayeron los 50,5 litros por metro cuadrado de precipitaciones, Madrid colapsó por completo. Desde el 8 de enero de 2021, Filomena cubrió toda la capital española con un manto blanco, dejando incluso en ciertos puntos 50 centímetros de nieve. Una ciudad de más de tres millones de habitantes tuvo que paralizar por completo su actividad. 

“Tenemos ahora mismo las ciudades construidas de una manera, en las que a veces pueden afrontar determinados episodios, pero realmente no están preparadas para ello”, explica Antonio Giraldo, urbanista y geógrafo. El problema es que los efectos del cambio climático y la mayor variabilidad del clima harán cada vez más frecuentes estos fenómenos extremos. 

Por ello, arguye Giraldo, es necesario pensar desde el primer minuto las ciudades contando con que puedan suceder estos eventos, ya sea a la hora de hacer reformas o nuevos proyectos. Por ejemplo, en una ciudad que no llueve mucho, igual puede empezar a ocurrir mucho más torrencialmente y es posible que sea necesario “hacer alcantarillado para una lluvia que a lo mejor no necesitamos, pero que ocasionalmente sí que podamos necesitar”. 

Este verano, las temperaturas extremadamente altas han sido muy sufridas dentro de ciudades como Madrid, París, Tokio o Beijing. El asfalto suele ser uno de los grandes problemas, pues es el peor enemigo del calor. Cuando falta cobertura vegetal, el asfalto potencia el propio calor que hay en el ambiente, porque absorbe el calor y lo libera con una mayor fuerza. 

“En un día normal de agosto de 30 grados —sin temperaturas extremas—, por el efecto del calor y sin ninguna sombra, el suelo puede estar fácilmente a 55 grados”, indica el urbanista. 

Así, las zonas verdes pueden constituirse en el refugio ideal para las olas de calor, aunque es fundamental que estén bien conectadas entre ellas y que funcionen para disminuir el calor. “En Madrid, por ejemplo, hay muchas zonas verdes y muy buenas, pero luego hay barrios que tienen miles y miles de calles que no tienen ni un solo árbol o que para ir a una zona verde tienes que recorrer dos kilómetros. Ese es el verdadero problema”, cuenta Giraldo. 

En este sentido, para el urbanista, es importante pensar en el urbanismo desde un enfoque integral, como un método de adaptación frente al cambio climático. “Por eso hay que hablar de infraestructura verde y no de zonas verdes, porque lo abarca todo”, concluye Giraldo. 

Arquitectura de desierto y selva

Otra de las cuestiones que más han sufrido las personas este verano ha sido la falta de adaptación de los edificios a los eventos extremos. La carencia de aislamiento térmico en muchos edificios en países como España han pasado factura a los pisos, donde se ha acumulado el calor. Este factor se ha combinado con la pobreza energética, ya que debido a los altos costes de la energía, muchos no han tenido acceso al aire acondicionado. 

En los próximos años, será esencial acometer un mayor esfuerzo para dotar a los edificios de una ‘segunda piel’ para adaptarse a unas condiciones más extremas. “Lo importante es proteger más los edificios e intentar que las fachadas no se calienten en exceso porque al final se convierten en radiadores”, explica Sandra Bestraten, presidenta de la Demarcación de Barcelona del Colegio de Arquitectos de Cataluña. 

La arquitectura ofrece diferentes soluciones para adaptarse a este tipo de fenómenos meteorológicos. Entre otros, señala Bestraten, está generar a los edificios una doble piel y crear sombra para que el sol no caliente en exceso las viviendas. 

También generar ventilación cruzada, es decir, que el aire pueda entrar y salir de las viviendas. Una opción serían los muros trombe, una especie de cámara de aire.  “Es lo que se llama arquitectura pasiva: generar sistemas sin máquinas que potencien aquello que ya sabemos que funciona de manera natural”, explica la arquitecta. 

Otra de las opciones son las llamativas cubiertas vegetales, que proporcionan un excelente aislamiento, lo que reduce las necesidades de energía para la calefacción y la refrigeración. Muchos edificios ya han optado por este mecanismo natural para protegerse de la alta volatilidad de los climas.

Algunos ejemplos son la Academia de las Ciencias de California o el Liceo Marcel Sembat Sotteville-les-Rouen en Francia. Asimismo, como señala Bestraten, las plantas también pueden mejorar la salud mental porque “ver verde es algo terapéutico”.

En todo caso, para la presidenta de la Demarcación de Barcelona del Colegio de Arquitectos de Cataluña, es fundamental que cambiemos nuestra forma de pensar y cambiar la respuesta para un clima en el cual no había estos extremos: “Nos tenemos que adaptar a la forma en que se construye en el desierto y en la selva”. 

Teniendo en cuenta que para 2050 está previsto que el 66% de la población mundial va a vivir en ciudades, será un gran desafío adaptar y construir a partir de la concepción de que tendremos que adaptarnos a una alta variabilidad climática. Por suerte, indica Bestraten, “las soluciones ya están ahí y están experimentadas, aunque el tema es aplicarlo a las ciudades que ya están construidas”. 

Fuentes de las imágenes: Reuters, Europa Press, iStock