La semana pasada estuve en el campo en las afueras de Madrid y no he dormido del todo bien desde entonces. Imágenes apocalípticas de guerras por los recursos hídricos y migraciones masivas, flashazos de un desierto que avanza, comiéndose la península ibérica, matando todos sus árboles. Eso es lo que ha perturbado mi sueño.
Pero aquel temible futuro se abalanza sobre nosotros. Por mucho que el otoño acabe de llegar, las hojas llevan caídas desde hace meses. Los pantanos están secos, los embalses casi vacíos y el campo pelado, muerto de sed. El aire tiembla con el calor, las hierbas crujen bajo mis pasos, quejándose con un estertor desconcertante.
Hablando la gente, me cuentan que no ha llovido en todo el verano, que llevan meses histéricos, viviendo una pesadilla hecha realidad. Se pasan los días pendientes de cualquier posibilidad de fuego que podría resultar devastador. Y es que, efectivamente, las noticias de incendios voraces han copado nuestras pantallas este verano con insistencia, un fenómeno que parece incrementar año tras año.
[De la atroz sequía a la crecida destructiva del mar. El verano que se nos cayó la venda (III)]
La menor chispa que suelte una cosechadora que trabaja a pleno sol en campos agostados y áridos se ha convertido en un peligro incalculable. El estado de alerta es –y ha sido– constante.
La clave del asunto –de su angustia compartida– es que este verano ha hecho más calor que nunca. Y el campo no estaba preparado para ello.
“Los fuegos se apagan en invierno”, dice la sabiduría ancestral de los que conocen el monte. Algo que parecen desconocer los políticos que, con sus leyes y decretos, con sus buenas intenciones y justificaciones teóricas, han dejado de atender a lo más evidente: las necesidades de la naturaleza.
Este verano los agentes forestales informaron de que sería ilegal quemar cualquier tipo de poda –ramas viejas y secas que se eliminan para cuidar la salud (y el rendimiento) de un árbol– so pena de multa. Eso sí, se podría contratar un servicio especializado para quemarla, aunque fuese un coste extra que muchos pequeños agricultores no se han podido permitir.
Al no poder pagar este servicio, simplemente han abandonado sus podas por el campo, convirtiéndolas en otro peligro más de incendio.
En teoría, tiene mucho sentido que el Gobierno prohíba que la gente haga hogueras por su propia voluntad, teniendo en cuenta que el humo contamina y que el fuego es peligroso. Pero todo es relativo.
El fuego y la contaminación de sus pequeñas hogueras de poda, cuyas cenizas tradicionalmente se han utilizado de abono, es relativo al humo de un bosque entero en llamas.
No quiero ser alarmista, simplemente quiero alarmaros.
No existen soluciones fáciles ni universales, pero sí aquellas que están adaptadas a cada situación particular y a sus particularidades. Y a las complejidades del medio ambiente y a las dificultades del pequeño agricultor, cuyos intereses están íntimamente ligados a la salud y fecundidad del campo.
Tiene sentido que esté prohibido cortar ramas de encinas superiores a 30 cm de anchura dada la importancia de estos árboles para sus ecosistemas locales. Pero ¿y si esta rama está creciendo hacia el suelo y promete partir la encina en dos? ¿A quién se debería de obedecer a la ley o a las necesidades de un árbol centenario?
La vida en el campo es cada vez más difícil. Los agricultores han de competir con grandes multinacionales, han de explotar sus tierras al más alto rendimiento posible para sobrevivir, han de pensar a corto plazo e ignorar sabidurías ancestrales. Hoy en día, manda el mercado; lo demás –la fertilidad de la tierra, el almacenaje estratégico de agua, la simbiosis entre el pastoreo y la horticultura…–, es secundario.
Mientras tanto, los pueblos se vacían, los conocimientos se olvidan, y el gobierno hace lo mínimo para aplacar este deterioro. Existen apoyos y subvenciones, cómo no, pero cada uno de ellos está enzarzado por laberintos surrealistas de burocracia.
Por ejemplo, para hacerse joven agricultor, con un mínimo de cinco años de trabajo en el sector agrario acreditados, necesitas realizar un curso de Incorporación a la Empresa Agraria de la comunidad autónoma de 200 horas presenciales en centros que probablemente no te pillen nada cerca.
Para hacerse pastor, primero tienes que invertir un dineral descomunal de tu propio bolsillo, para luego reclamar unas pequeñas subvenciones que apenas te ayudan a hacer un trabajo sumamente sacrificado –por muy noble y sumamente necesario que sea–. Hace 20 años, había 5 o 6 pastores en el pueblo, ahora no hay ninguno. Los jóvenes ya no son pastores.
Emprender cualquier pequeño proyecto en el campo es costoso y complicado; el sistema está diseñado para los agricultores industriales, aquellos con el poder y músculo tecnológico para competir en el mercado. Pero, ¿qué será mientras tanto de la tierra?
Ojalá esto del calentamiento global sea un mito, porque si no…