Es la década de 1940 y España está en plena resaca de la "victoria", unos años donde al miedo a las replesalias políticas por pensar diferente solo lo supera una cosa: el hambre. Este es el contexto donde se desarrolla la trama de la novela de Almudena Grandes en El lector de Julio Verne (Tusquets, 2012).
Uno de los personajes, un guardia civil franquista, le prohíbe a su mujer que le compre huevos a Filo, una recovera (que los compra de las granjas cercanas y los revende en el pueblo). "Pero a él le gustaba tanto comérselos que cuando mojaba el pan en la yema y veía su color, y el de la clara, hinchada como un buñuelo blanco alrededor del cráter anaranjado, espeso, meneaba la cabeza con un gesto de satisfacción que desmentía sus protestas".
Los huevos de campo, de gallinas alimentadas de forma natural, sin piensos, y que campan libres fuera de las jaulas tienen la yema naranja y no amarilla, su clara se recoge sobre sí misma en vez de deslabazarse al entrar en contacto con el aceite hirbiendo, y el sabor es mucho más intenso y sabroso que "los que se vendían detrás de un mostrador".
[La mayoría de los huevos que comen los españoles son de Castilla-La Mancha]
'Lo de antes era mejor'
Asegurar que cualquier timpo pasado fue mejor es un lugar común bastante concurrido, fruto de una nostalgia tramposa que nos lleva a idealizar los recuerdos y a creer que lo de entonces era un Edén en comparación con lo que vivimos ahora. No obstante, en el terreno de la comida puede haber algo de cierto en esa afirmación.
Desde los años 40, el planeta se ha globalizado completamente, la población ha crecido exponencialmente y las cadenas de producción y suministro, y los hábitos de consumo no tienen nada que ver con los de entonces.
Ahora los productos de temporada se encuentran todo el año, existen sistemas de conservación y aditivos que permiten que los alimentos aguanten mucho más tiempo sin echarse a perder. Esto hace décadas era impensable, y cambia de forma radical el tiempo de vida de los alimentos y la manera de consumirlos.
En economías no industrializadas como la de España en los años 40, y en las zonas rurales, bastaba con ir a la tienda del pueblo o a casa de quien tenía gallinas para comprarle huevos. Estaban recién puestos, sin fecha de caducidad ni controles de calidad, y satisfacían una demanda muy pequeña.
Sin embargo, en las ciudades esa demanda es muchísimo mayor, y no basta con un único productor que tiene cinco o seis gallinas que ponen un huevo cada uno o dos días, sino que son necesarias cientos de gallinas.
Al industrializar ese proceso surgen métodos de producción como las explotaciones intensivas, donde miles de animales yacen hacinados en jaulas diminutas y con la luz encendida las 24 horas del día para que jamás dejen de poner. El resultado suele ser huevos más pequeños, con falta de color y con mucho menos sabor.
[Esto es lo que le pasa a tu organismo cuando comes todos los días un huevo]
Sabe a lo que come el animal
Un elemento fundamental en el aspecto y el sabor de los huevos es la alimentación y el estado de salud de las gallinas que los ponen. No es lo mismo que los animales estén sueltos comiendo maíz, trigo, arroz, cebada, semillas, avena u otros granos cultivados de manera natural, o que se alimenten de piensos procesados sin salir de una nave metálica iluminada con luz artificial.
La comida proveniente de animales suele tener sabor a lo que el animal come. Lo mismo ocurre con algunas frutas, como la variedad de uvas terroir, que tienen un ligero gusto a la tierra donde fueron cultivadas, y eso se nota al comerlas directamente y en el vino que se crea a partir de ellas.
Cómo saber si está bueno
El sabor y el aspecto de los huevos también nos da una pista para saber si es fresco o no. Hay tres formas muy sencillas de comprobarlo y evitar contraer infecciones como la salmonelosis:
Uno de los trucos es agitarlo cerca del oído y escuchar si se mueve. Si hay sonido dentro significa que el huevo no es fresco, ya que la superficie de la cáscara es porosa y con el paso de los días se mete aire en ella. Cuando el huevo está bien, esa piel blanquecina que hay dentro lo mantiene compacto y amortigua cualquier sonido.
Otra prueba consiste en llenar un vaso de agua y echar el huevo dentro. Si se hunde significa que está en perfectas condiciones. Por el contrario, si se queda flotando es que no está fresco y hay riesgo al comérselo.
Por último, otro método para comprobar si los huevos están buenos se lleva a cabo rompiendo la cáscara y vertiéndolo en una superficie plana. Si la yema se queda concentrada en el centro significa que el huevo es fresco, pero si se desparrama y se mezcla con la clara hay que tener cuidado.