En mitad del océano, a 1.000 metros de profundidad, donde ni siquiera llega la luz, hay vida. Lo que a primera vista puede parecer un vasto vacío azul desde la superficie, en el fondo es una negrura llena de vida. Aunque no sea fácil de ver. Como ocurre con el peculiar animal con el que se topó la expedición científica de Schmidt Ocean Institute a la dorsal submarina Nazca, en el Pacífico: el conocido como el pulpo Casper.
Este cefalópodo blanquecino se descubrió en 2016, y se avistó en la costa gallega el pasado mes de julio. Sin embargo, todavía no está registrado oficialmente porque no se ha capturado ningún espécimen. El primer ejemplo capturado (holotipo) es muy importante, pues sirve como referencia, y es el que usan los taxonomistas como ejemplo para describir y nombrar al animal.
De este pequeño ser de ocho patas, blanquecino y gelatinoso, poco se sabe. De acuerdo con un estudio científico que se publicó tras el primer encuentro, esta especie anida en los tallos de esponjas muertas, donde pone una treintena de huevos. Después los envuelven hasta que se abren. Esto puede tardar años. Cuando finalmente eclosionan, el progenitor muere.
El encuentro se produjo por absoluta casualidad cuando el equipo hacía una inmersión rutinaria del submarino ROV SuBastian a más de 4.000 metros, para comprobar que todo funcionaba correctamente. “Todos estaban extasiados de llegar al fondo marino justo a tiempo para recopilar imágenes impresionantes de este enigmático cefalópodo”, señalan desde el Schmidt Ocean Institute en sus redes.
La expedición estaba realizando un reconocimiento por las cordilleras submarinas. La cordillera Nasca, donde se toparon con este amigable pulpo, está situada a lo largo de la costa de Perú. Y no fue el único encuentro extraordinario que tuvieron. Allí también se encontraron con un calamar Promachoteuthis, que no se había visto vivo hasta entonces —y del que sólo se conocía un holotipo capturado en la red de un barco científico alemán—.
Adaptados a las profundidades
En las profundidades de los océanos hay muchas especies, todas adaptadas a unas condiciones muy diferentes a las que hay en la superficie. No sólo a la falta de luz, sino también a la temperatura, al silencio y a la forma de alimentarse. Las especies abisales, las del fondo del mar, tienen características que son, literalmente, de otro mundo.
Por ejemplo, el pez pescador (Ceratias holboelli) tiene una 'bombilla' de bacterias bioluminiscentes con las que atrae a sus presas en la oscuridad. O el rape abisal (Melanocetus johnsonii): la hembra es 10 veces mayor en tamaño que el macho, que se adhiere a la hembra y se alimenta de sus nutrientes, mientras es una fuente constante de esperma. O el pez de colmillos largos (Anoplogaster cornuta), que tiene los dientes más grandes en comparación con su cuerpo.
Estos animales que habitan las profundidades tienen habilidades únicas para adaptarse. Por ejemplo, confían en otros sentidos además de en la vista. Suelen tener un tamaño pequeño, ya que en esas condiciones un cuerpo grande, con las necesidades nutritivas que tendrían, sería más un engorro que una ventaja. Aun así, está el caso del pez pescador, que puede llegar a medir hasta un metro.
También tienen una morfología diferente para adaptarse a las grandes presiones de las profundidades. Y una gran cantidad de mioglobina que les permite almacenar oxígeno. Además, tienen una especie de válvula de intercambio de gases con los de la sangre y la vejiga natatoria, por esta razón pueden soportar esa presión sin implosionar.
Todas estas especies están amenazadas por las cada vez más habituales exploraciones submarinas. Las dos mayores amenazas son la pesca de arrastre y la minería. La primera, una práctica por la que se tira de una gran red para hacer una gran captura. El problema de esta técnica es que tiene un alto porcentaje de pesca no deseada y además rompe todo como una aplanadora.
La minería para encontrar recursos escasos en la superficie. La maquinaria necesaria, además de destrozar todo el fondo marino, genera un ruido que en el silencio abisal es como un constante tráfico de coches, trenes y aviones todos a la vez. Es por eso por lo que expediciones como Schmidt Ocean Institute son fundamentales en la campaña que busca proteger el 30% de los océanos para 2030.