Un rápido vistazo a los balances de las empresas en nuestro país dibuja un generalizado y sustancial crecimiento de los beneficios empresariales en 2022, que casi se duplicaron en relación con el año anterior (según datos de la Central de Balances Trimestral del Banco de España). A pesar de los coletazos de la crisis pandémica y de las perturbaciones provocadas por una crisis energética acrecentada por la guerra en Ucrania, en ese año, las compañías cotizadas han repartido hasta noviembre 23.600 millones de euros en dividendos, lo que supone un 29% más que el año anterior.
La recuperación más que evidente en el mundo empresarial, con todos los matices que queramos, no parece que, de momento, se atisbe en sectores de la población extremadamente sensibles como el de la infancia. Frente al crecimiento de los excedentes empresariales, la policrisis ha supuesto, y supone hoy, un retroceso dramático en los derechos sociales en todo el mundo, también en España, donde las peores consecuencias recaen en la población vulnerable, y de forma especial en niñas, niños y adolescentes.
La pandemia impactó en la salud y la educación de la infancia, y sigue haciéndolo en la economía doméstica, que se ha visto zarandeada por la crisis energética y por una inflación que se ceba en quienes tienen que decidir entre comer pollo o calentar su casa. Hoy hay más niños y niñas pobres que sufren pobreza y desigualdad y que, además, padecen con mayor intensidad en sus vidas el impacto de los conflictos, los desastres agravados por el cambio climático o los movimientos migratorios forzosos; aspectos todos ellos que cercenan su presente y su futuro.
En España, cerca de un tercio de los menores de 18 años viven bajo el umbral de la pobreza y un reciente informe, coordinado por el Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil, impulsado por Fundación “la Caixa” y redactado por la Universidad de Alcalá (Madrid) y la Pompeu Fabra de Barcelona, calcula en 63.079 millones de euros el coste anual de esa pobreza infantil, unos 1.300 euros por persona y el equivalente al 5,1 % del PIB español de 2019. Es el brutal impacto del problema en términos numéricos y económicos.
Estos enormes y complejos desafíos a los que se enfrenta la infancia en un mundo cada vez más volátil y cambiante necesitan soluciones innovadoras, ágiles y coordinadas que integren las visiones de diferentes actores; y solo se pueden abordar desde una perspectiva amplia, sumando esfuerzos que involucren a la sociedad civil, el sector público y el privado.
Es cierto que el sector privado está abordando los desafíos ambientales, y de forma especial los climáticos, a través de una agenda renovada de Sostenibilidad que penetra en el corazón de la estrategia y el modelo de negocio de las empresas. Queda mucho por hacer para frenar las emisiones y llegar al “cero neto” -dejarlas lo más cerca posible de emisiones nulas-, pero es innegable el peso que se le ha dado a la “E” de la ESG en la inversión y la regulación de la misma y en el conjunto de la actividad empresarial.
Sin embargo, la inversión privada se está quedando atrás en el abordaje de los desafíos sociales, entre ellos los que tienen que ver con la infancia, tanto en recursos dedicados como en robustez regulatoria y en interés efectivo desde la inversión privada.
Comenzando por el impacto del calentamiento global sobre las personas y la necesidad de financiar la adaptación al cambio climático y las pérdidas irreparables en los medios de vida de las familias; y siguiendo por el acceso a la salud y la educación, la protección frente a la violencia y la lucha contra la pobreza infantil y la desigualdad; es necesario que los retos sociales formen parte del centro de la actividad empresarial. Y ello a través de:
- Una Acción Social renovada, que contribuya financieramente y a través de los propios equipos de las empresas a los desafíos sociales y de la infancia en particular. Más recursos, más flexibles, más estratégicos, en alianzas más complejas, con un impacto mayor.
- Una contribución a estos retos desde el conocimiento, experiencia, innovación, tecnología y productos de las empresas. Hay excelentes ejemplos que es indispensable replicar y escalar.
- Una integración del impacto social en el conjunto de la actividad empresarial, de sus productos a su cadena de valor y suministro. Este aspecto es crucial para evitar el impacto negativo y, sobre todo, para contribuir positivamente al acceso a la salud, a la educación y vivienda, a la reducción de la pobreza de familias vulnerables, al empleo de jóvenes en situación de vulnerabilidad y a unas políticas públicas robustas.
La ciudadanía será cada vez más exigente con el sector privado en este terreno, sobre todo en lo relacionado con las decisiones sobre su consumo. La regulación, especialmente la europea, es y será más exigente y los inversores, aunque tengan el foco en la transición ecológica, también demandarán seguridad para evitar impactos negativos y buscarán oportunidades para poner sus recursos en sectores que contribuyan a la equidad y la cohesión social.
Para ello será necesario que avance la hoy bloqueada Taxonomía Social, esa clasificación de actividades económicas que deben contribuir significativamente a objetivos sociales en la UE y que supone además un código común para inversores, empresas y reguladores sobre lo que es sostenible desde el punto de vista social y lo que no.
Por su parte, la nueva Directiva de Debida Diligencia debe ser ambiciosa en todo lo asociado con los Derechos Humanos y con los Derechos de la Infancia en particular. Finalmente, es indispensable que los sistemas de incentivos hacia el interior de las empresas y de manejo del binomio riesgo/retorno cambien, y sean considerados en plazos más largos, para hacer posible esta contribución social.
En ese camino, hoy, las empresas tienen la oportunidad de buscar su propósito, integrarlo en sus modelos de negocio y contribuir para la construcción de un mundo más sostenible, inclusivo y justo para las generaciones presentes y futuras, siguiendo la hoja de ruta marcada por los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
El cumplimiento de esos ODS requiere de billones de euros que no podrán llegar, ni tendría sentido, solo del sector público. El sector privado debe jugar un papel central en su financiación y en la provisión de tecnología, experiencia y productos necesarios para alcanzarlos.
Dar un paso en este sentido es una necesidad para las compañías cada vez más acuciante desde una óptica de legitimación social, competitividad, oportunidades de negocio, mejores resultados económicos y captación de inversión, fidelización de clientes y empleados, pero también de cumplimiento de normativa europea y nacional, y de reducción de riesgos.
Los millones de niños y niñas que viven en la pobreza, que no van a la escuela, que mueren por enfermedades prevenibles, más hoy que hace tres años, no pueden esperar. La respuesta tiene que ser urgente y en la dimensión requerida.
***José María Vera es director ejecutivo de UNICEF España.