Un rasgo característico de la vida cotidiana en las avanzadas sociedades occidentales es su excesiva conflictividad. Las causas de este fenómeno un tanto paradójico pueden ser múltiples y de muy distinta naturaleza. Mi propósito aquí es señalar algunas posibles. En concreto haré referencia a un conjunto de ellas que tendrían que ver con la imagen que de nosotros mismos, de los demás y de la relación de unos con otros ha ido culturalmente imponiéndose en el mundo moderno occidental. Y es que esta visión o imagen adquirida es, como veremos, un elemento que puede resultar trascendental en el conflicto y en el modo en que lo gestionamos.
El motivo de que sea un aspecto tan determinante en nuestras controversias es que el origen de una gran parte de ellas se encuentra en una percepción. Con esto quiero decir que no son los hechos mismos, en la mayoría de los casos, los que originan una disputa, sino la interpretación que se hace de ellos.
Nuestra mirada a la realidad no es objetiva y aséptica, sino imbuida de un complejo universo interpretativo del que es difícil ser del todo consciente. Y dentro de ese universo que actúa como filtro ante la realidad, la imagen que tengamos de nosotros mismos y de nuestra relación con los demás —la cual trataremos de preservar siempre en nuestras interpretaciones— ocupa un lugar preferente. Somos salvajes defendiéndola.
La tesis que me propongo mostrar a continuación, entonces, es la de que hemos construido culturalmente una imagen de nosotros mismos que puede estar detrás de nuestra mirada conflictiva a la realidad, así como de la gestión inadecuada de nuestras disputas.
En mi actividad profesional como mediadora, uno de los primeros aspectos que creí identificar en referencia a esta imagen, fue el de la conciencia, bastante generalizada, de 'merecer'. Desde esta, muy a menudo, era el conflicto percibido y se actuaba en él. Y es que nos vemos como sujetos que merecemos e interpretamos la realidad desde esa visión.
El omnipresente eslogan 'porque tú te lo mereces' parece que ha calado hondo. Y es natural que así sea porque el bombardeo incesante ha provenido desde los flancos más diversos: la psicología, la publicidad, la autoayuda, el derecho y otros tantos. Merecemos autorrealizarnos, una buena remuneración, unas vacaciones de ensueño, una pareja perfecta y tiempo para nosotros, entre otras muchas cosas.
Y es que, además, tenemos razones para ver la realidad así y exigir lo que merecemos, porque no sólo es algo que se respire en el ambiente, sino que es exigible por ley: merecemos que se respete nuestro honor e integridad, merecemos una casa digna, trabajo, educación gratuita y una sanidad de calidad por citar algunos derechos.
Esta visión, esta conciencia de lo que merecemos que ha colonizado nuestra mente, no cabe duda de que ha constituido un progreso necesario y esencial en la comprensión y asunción de nuestra propia dignidad. Eso es incuestionable.
El problema es que si esta visión no se matiza y conjuga con otros ingredientes, puede ser generadora de una mirada a la realidad proclive al conflicto y que, en todo caso, dificulta enormemente su resolución pacífica. Y es que este aspecto determinante de nuestras percepciones es inevitable que produzca frustración: no es fácil que los demás estén a la atura de lo que merecemos. También es difícil que lleguemos a adquirir o poseer lo que entendemos nos corresponde.
Permaneceremos, pues, susceptibles y alerta, juzgando lo que nos sucede desde esta perspectiva. Tenemos instalada esta lente un tanto distorsionadora de la realidad que genera, además, una actitud pasiva ante la controversia: la culpa es del otro, 'yo no me merezco eso'. Son este tipo de expresiones frecuentes cuando las partes hablan de su disputa. También cuando lo hacen de los servicios sanitarios, del trabajo o la educación. Se trata, por tanto, de una forma de aproximarse a la realidad y de evaluarla que siendo positiva y necesaria puede volverse desproporcionada y problemática.
Dentro de nuestro universo de interpretación es necesario, como se decía, asociar esta conciencia de merecer a otros elementos que la maticen y le confieran su adecuada dimensión. Y no es esto, precisamente, lo que ocurre. Nuestro contexto interpretativo se encuentra más bien poblado de elementos que no contrarrestan esta forma de percibir, sino que insisten en ella y la potencian. Un ejemplo, en este sentido, podría ser la conciencia, cada vez más extendida y profunda, de que los demás puedan resultarnos 'tóxicos' y de la necesidad, entonces, de protegernos de ellos.
Corremos el riesgo, si no lo hacemos, de intoxicarnos de cortisol e inflamarnos. Se trata de una cuestión de salud. Esta advertencia persistente y de nuevo muy útil y necesaria tiene el problema, también, de que asociada a otras muchas en la misma dirección puede tener, como veíamos, algunos efectos adversos. Una vez más, ante cualquier problema, la culpa es de los otros. Nosotros ante ello tan solo somos víctimas, no podemos hacer nada. Resultaría nocivo en estas circunstancias de toxicidad intentar cuestionarse a uno mismo, colaborar y mucho menos implicarse en buscar una solución al problema.
Estas concepciones según las cuales se nos debe algo y que tienen, además, el efecto de exonerarnos de toda responsabilidad, son bien recibidas y calan fácilmente en nosotros. Y es que todas ellas encajan dentro de la visión de nosotros mismos que se nos ha inculcado desde nuestra educación más temprana: se nos enseña, sobre todo, a ser fuertes, de manera que no nos gusta sentirnos vulnerables y falibles. Evitamos enérgicamente que los demás puedan percibirnos de esta manera.
Además, estamos a menudo en posesión de verdades absolutas, nuestras verdades, que nadie tiene por qué poner en duda o cuestionar, y mucho menos nosotros. 'Sé tú mismo' se nos indica reiteradamente. Tampoco nos gusta reconocernos dependientes y necesitados de los demás. La insistencia en la educación no ha ido en este sentido, es decir, en el de aprender a estar atento a las necesidades propias y ajenas y a colaborar en su satisfacción, sino a ser autónomos, lo cual se asocia en nuestra cultura a la idea de dignidad y a competir, como el mejor modo de superarnos y de obtener importantes logros, entre otras cosas.
Esta imagen de personas merecedoras que conocen la verdad y la defienden, fuertes, competitivas y autónomas que nos ha hecho progresar de muchas maneras es con la que inconscientemente nos identificamos y, por tanto, la que estaría detrás de nuestras interpretaciones de la realidad. No nos gusta ver hechos que puedan desmentirla y entonces, cuando eso sucede, sobreactuamos: nos enfadamos, acusamos, culpabilizamos, enjuiciamos, nos victimizamos, todo lo cual, es fácil que origine un conflicto o impida su resolución adecuada y pacífica.
Es posible que pudiera resultar, entonces, positivo potenciar y reconciliarnos, además, con otra imagen, también real, que matice un poco la anterior. Esta podría consistir en asumir que estamos verdaderamente necesitados y somos dependientes. En tomar conciencia de nuestras limitaciones, de la incertidumbre real en la que vivimos, del desconocimiento de nuestras propias motivaciones, en definitiva, en reconocernos como falibles y vulnerables y en admitir nuestro desconocimiento.
Es de esta conciencia de nosotros mismos y de los demás de donde nace nuestra capacidad para la empatía, para el diálogo y la colaboración. Reconciliarnos con estos aspectos y adquirir una mayor conciencia de ellos podría ayudar a que nuestra interpretación de la realidad sea menos conflictiva y nuestra forma de resolver los conflictos más pacífica.
***Teresa Arsuaga es abogada, mediadora y escritora.