Tras 40 años dedicado al mundo de la innovación, tengo claro que hoy tiene más sentido que nunca impulsar nuevos proyectos que contribuyan a paliar de alguna forma la emergencia climática, social y digital en la que nos encontramos inmersos. Tecnología y sociedad siempre deben ir de la mano, pero en la situación actual lo contrario ni siquiera es una opción.
Cada uno de nosotros tiene el deber de contribuir al cumplimiento de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible impulsados por las Naciones Unidas, que nos proporcionan una hoja de ruta y un lenguaje común para mejorar la calidad de vida de las personas y de los seres vivos de nuestro planeta. Cuando hablo de innovar con propósito, en mis charlas o en mi libro El nuevo efecto WOW (Seurat Ediciones, 2024), me refiero exactamente a esto: a innovar para que la vida de quienes nos rodean sea mejor y no pensando solo en deslumbrar.
Personalmente, me apasionan los ODS 8, 10 y 17, y he dedicado gran parte de mi vida profesional a contribuir, en todo lo que me ha sido posible, a su consecución —además de aportar iniciativas para ayudar también en los números 3 y 4, sin olvidar el resto—. Hablamos de objetivos tan importantes y nobles como: Trabajo decente y crecimiento económico, Reducción de las desigualdades y Alianzas para lograr objetivos.
En cuanto al ODS 8, puedo decir que ha sido para mí un foco de atención constante en todas y cada una de mis etapas profesionales. He podido ayudar a hacer crecer a organizaciones que a su vez han generado puestos de trabajo de calidad y oportunidades de desarrollo profesional.
Cuando hablamos hoy de desarrollo sostenible, solemos referirnos principalmente a los efectos de la emergencia climática que está acarreando problemas muy relevantes en nuestro planeta: calentamiento global, cambio del clima, de la calidad del aire, de los movimientos de los mares y de la evolución de los glaciares, de los costes de la energía y otros muchos efectos.
Sin embargo, se presta poca atención en la actualidad a la otra gran emergencia: la digital, que tantas desigualdades sociales crea. Se trata de una emergencia que afecta muy directamente a nuestras vidas en múltiples escenarios, como el acceso a una educación en red de calidad, a servicios de teleasistencia, a nuevos trabajos desde entornos más flexibles o incluso a nuestra movilidad.
Durante la pandemia hemos vivido cómo, sin un carné epidemiológico y un código QR de un permiso de inmigración, no podíamos tomar un vuelo a determinados países. Lo que hace unos años era opcional, hoy en día afecta a servicios y a derechos humanos básicos. Y esto tan simple, que parece una tontería, ha hecho que muchos mayores de 65 años hayan perdido aviones en todo el mundo debido a la falta de habilidades digitales mínimas que les permitieran gestionar estos procesos.
Por desgracia, una parte relevante de la población de nuestro planeta no tiene acceso a las nuevas tecnologías. Esto se debe a diversas razones, que incluyen la falta de servicios de conectividad, falta de dispositivos, dificultades económicas, pero, sobre todo, se trata en muchos casos de la falta de formación en competencias digitales básicas.
En muchas ciudades, la brecha digital, es decir, el porcentaje de población sin competencias ni recursos digitales, se sitúa por encima del 10%-15%, pero si nos vamos a los entornos rurales este se dispara entre el 30% y el 40%, en muchos casos. Se trata de una brecha que limita oportunidades y servicios y, por ende, la calidad de vida de las personas.
La lucha por reducirla ha sido siempre una de mis máximas prioridades. A lo largo de mi carrera profesional he podido apoyar distintas iniciativas enfocadas en el cumplimiento del ODS 10, con foco en la reducción de las desigualdades.
Y que dentro de este objetivo global se centraban concretamente en la reducción de la brecha digital a través de proyectos que ofrecían formación y competencias digitales a colectivos en riesgo de exclusión. Hoy puedo afirmar, apreciado lector, que ha sido una de las experiencias más enriquecedoras para mí.
Y, finalmente, quiero destacar uno de mis objetivos preferidos, el número 17, que nos insta a forjar alianzas para promover el logro de los demás ODS. Para abordar este desafío de manera efectiva, mi experiencia me ha enseñado que es necesario aportar visión, recursos, generosidad y humildad, dando un paso adelante para que las cosas sucedan, liderando con el ejemplo, pero a su vez dejando el protagonismo a terceros, siempre que tengamos ocasión.
Estos ambiciosos ODS sólo serán una realidad si empresas, ciudadanos, gobiernos y asociaciones logran ponerse de acuerdo para trabajar por ellos por encima de la volatilidad y el cortoplacismo que los cada vez más rápidos ciclos electorales imponen a los políticos.
*** Carlos Grau es autor de El nuevo efecto WOW. Innovando con propósito (Seurat Ediciones, 2024).