El término sénior es una denominación amable para las personas mayores que trata de eludir cualquier atisbo de edadismo y les otorga una cierta categoría moral. No hay un criterio universal para definir la edad a la que se inicia esa condición, aunque por puro convencionalismo se utiliza como umbral los 65 años.
Vamos a ver cuántos son y quienes son esos ciudadanos que cada día adquieren mayor peso específico en el conjunto de nuestra población. Su volumen actual es de 9,5 millones que suponen una quinta parte de nuestro censo. Son más que nunca, más que los jóvenes menores de 20 años (9 millones) y siguen creciendo debido al proceso de envejecimiento que acumula en la parte alta de la pirámide de edades fuertes contingentes de séniors.
Dos rasgos básicos definen ese proceso de envejecimiento y caracterizan, por lo tanto, a la población mayor. El primero es la feminización del colectivo. Si hasta los 50 años hay más varones que mujeres debido a que nacen más niños que niñas, a partir de esa edad se invierten los términos y las mujeres dominan en las cohortes de 65 años y más (55 %). El segundo, es el proceso de progresivo envejecimiento de la propia vejez que hace que los efectivos de octogenarios, nonagenarios o centenarios reúnan cada vez más efectivos.
Dos características fundamentales del colectivo es que llegan a las edades sénior en buenas condiciones de salud y una parte significativa de ellos con una saneada situación económica y financiera. Poseen una vivienda propia ya pagada que pueden monetizar, y disponen de ahorros que les permiten completar sus pensiones e incluso ayudar a sus hijos en caso necesario.
La buena salud posibilita que se puedan mantener activos más años. La población sénior ocupada crece, aunque las cifras españolas estén por debajo de las que tienen otros países de la Unión, de manera especial los nórdicos. Por otra parte, sus recursos les permiten la adquisición suficiente de bienes y servicios que han permitido desarrollar lo que denominamos la silver economy que ya genera en la Unión Europea el 32 % del PIB y da empleo al 38 % de la mano de obra.
La multiplicación de las personas mayores es ante todo una conquista social. Que más gente viva más años y en condiciones mejores es, por así decirlo, una especie de rejuvenecimiento. Sin embargo, mucha gente considera el envejecimiento como un problema debido a la 'carga' que suponen el cuidado, el pago de las pensiones, los gastos sanitarios y la atención a la dependencia. Esta visión pesimista hace olvidar que los mayores son también una oportunidad como nuevos productores y consumidores. Los 65, los 67 o incluso los 70 años no deberían ser considerados como umbrales finalistas para la jubilación.
El retiro es legítimamente un derecho para todos los trabajadores, algunos de los cuales deben poder retirarse a edades más tempranas debido a las condiciones especiales de su actividad. Pero no debería ser una obligación para aquellos que puedan y deseen seguir trabajando. Por otro lado, la combinación de una buena situación económica y la necesidad de atender demandas específicas por parte de esos séniors, ha propiciado la multiplicación de las ofertas de bienes y servicios en sectores como el sanitario, el inmobiliario, el financiero, el del automóvil, el de ocio y turismo o el de las nuevas tecnologías.
La desconsideración hacia los mayores tiene, a veces, otro argumento. Las personas de 65 años y más, que contabilizan en los procesos electorales el 25 % de los votos, son acusados de actuar más en su propio bienestar que en los intereses generales del país y mucho menos en los de los jóvenes. Muchas veces estos argumentos están basados en prejuicios, mitos, falsas percepciones o suposiciones infundadas.
Hay en esta visión negativa de los mayores un cierto edadismo, un enfoque sesgado que discrimina por el solo hecho de haber cumplido una determinada edad. El edadismo tiene manifestaciones en todos los ámbitos de la actividad cuotidiana, pero se produce con bastante intensidad en el marco laboral en el que los mayores son descalificados, sin fundamento, de estar obsoletos, carecer de ilusión, no tener la suficiente motivación, o quitar los puestos de trabajo a los jóvenes.
Evidentemente, hay casos en los que estas acusaciones tienen soporte, pero ni se pueden generalizar, ni mucho menos convertir en verdad irrefutable. Está demostrado estadísticamente que aquellos países con mayores tasas de trabajadores séniors poseen a la vez índices de desempleo juvenil más bajos. (Suecia, Noruega, Finlandia). Y al revés, como lo pone de manifiesto el caso español.
Vamos hacia un mundo en el que la esperanza de vida pronto llegará a 90 años y después a 100. Nuestra sociedad tendrá que enfrentar toda una serie de retos relacionados con las personas mayores. Será necesario dar más facilidades para los que quieran seguir trabajando, subir las pensiones más bajas, atender mejor la dependencia, ofertar un mayor número de residencias públicas, favorecer una cultura antiedadismo, combatir la soledad…
España, como otros países fuertemente envejecidos, necesita una política integral para las personas de edad que favorezca la solución de esos y otros desafíos. Son políticas de medio plazo que exigen superar el cortoplacismo con el que se conducen habitualmente los partidos políticos. Y es que, en éste, como en otros asuntos de su incumbencia, la demografía suele plantear cuestiones de luces largas.
***Rafael Puyol es presidente de la Real Sociedad Geográfica.