La soledad nunca ha incomodado al fotógrafo Geoffroy Delorme (Francia, 1985). Ya en el colegio sentía que no encajaba, así que abandonó la escuela a los 7 años y estudió primaria, secundaria y bachillerato por correspondencia. Pasaba los días en su habitación, contemplando desde su ventana el bosque de Louviers, en Normandía. Un día decidió dejar de ser un mero observador para adentrarse en él, donde vivió 7 años –de los 19 a los 26 años–, uno de ellos de forma totalmente inmersiva.
Allí conoció a un grupo de corzos que, en cuestión de meses, se acostumbraron a su presencia y lo integraron como a uno más. Ahora, a sus 37 años, Delorme explica su experiencia en El hombre corzo (Capitán Swing, 2022).
“No tuve profesores ni compañeros de clase de niño. Estaba aislado del mundo exterior y la única oportunidad de relacionarme era con los animales salvajes, como los pájaros o los zorros que vivían libres, sin limitaciones de tiempo o dinero, y ajenos a una gran cantidad de principios inútiles”, explica Delorme a ENCLAVE ODS.
Esa necesidad de coger aire, de salir del encierro –y de huir de una relación complicada con su familia de la que prefiere no hablar– fue el detonante de una aventura para la que llevaba tiempo documentándose. Y es que, en su adolescencia, Delorme leía a Jacques Cousteau, Dian Fossey y a Jane Goodall. También devoraba obras de divulgación científica y libros que hablaban de “los secretos de la vida salvaje”.
Un día, dice, “sintió la llamada de la naturaleza” y pasó de leer historias a protagonizarlas. Lo primero para ello fue familiarizarse con los sonidos, los olores y las texturas: “Para establecer una relación más cercana con la naturaleza debes mostrar tus defectos, desnudarte, llegar con humildad y dejarte modelar por ella. No puedes intentar conquistarla o dominarla, eso solo hará que no te adaptes al medio y mueras”, explica.
Una mañana en el bosque, el encuentro fortuito con un joven corzo, al que bautiza como Daguet, le “produce una sensación incontrolable” y decide seguirlo para “llegar a entender a esos animales”. En cuestión de meses, el resto de corzos –Chévi, Mef, Fougère…– se convierten en sus amigos.
Le preguntamos a Delorme por qué cree que, de todos los animales del bosque, fueron los cérvidos los que le integraron en el grupo, y el fotógrafo lo tiene claro: “Por lo que comparten con las personas”, sentencia.
Un día, Delomer “sintió la llamada de la naturaleza” y pasó de leer historias a protagonizarlas
“Tanto los humanos como los corzos somos recolectores, curiosos sobre el mundo que nos rodea, somos individualistas al mismo tiempo que apreciamos el grupo para tranquilizarnos y protegernos, y para ambos es importante el sabor de los alimentos. ¡También son amantes de la comida!”, detalla el escritor, que no reniega de la existencia de un punto de conveniencia.
Según explica, su estatura erguida provocaba que muchos animales le evitasen, lo que suponía un mecanismo de protección para los corzos más jóvenes. Por el contrario, convivir en grupo suponía para él una manera de descubrir mejores escondites para protegerse del viento, la lluvia y, sobre todo, de tener compañía.
Y es que, sin mantas, ni tienda, ni saco de dormir, los corzos fueron su guía de supervivencia en las profundidades de un bosque que puede llegar a ser muy hostil. En el libro, Delorme explica que aprendió a dormir de día para evitar el frío de la noche y evitar la hipotermia –que sufrió en una ocasión– y a comer diez veces pequeñas cantidades de bellotas, castañas, nueces o manzanas cada 24 horas para no sobrecargar el estómago. “Físicamente, la naturaleza no da regalos”, apunta.
¿Y emocionalmente? “La relación con los animales salvajes es difícil de gestionar porque tenemos una percepción distinta del amor, el tiempo o la vida. Los corzos viven el momento sin preocuparse por el pasado o el futuro, y la muerte es parte del ciclo vital, algo que para mí no es tan sencillo”, explica el autor, que vivió algún que otro episodio doloroso, como la muerte de la cierva Célène en garras de un depredador y ante la que Delorme se debatió entre intervenir o no.
“Esos años comprendí que amar es acompañar al otro, en lo bueno y en lo malo, y que vivir es arriesgarse, por lo que impedir que el otro se arriesgue es impedirle vivir”, desvela.
El desequilibrio natural
La lista de aprendizajes no acaba ahí. “Vivir en el bosque me enseñó sobre todo una cosa: ¡a ser humano!”, exclama el normando, que confiesa que encontró “la respuesta a lo que no sabía de mi vida separándome de la especie a la que pertenezco”.
Para registrar sus experiencias, Delorme usó un un bloc de papel que guardaba en una bolsa hermética para protegerlo del clima. Más tarde, cuando las consecuencias de la explotación forestal y de la caza le obligaron a volver a la civilización, recuperó su cámara de fotos para capturar imágenes de los corzos que todavía habitaban en la zona.
En el libro aparecen algunas de esas fotografías, además de un testimonio en primera persona de las consecuencias que tienen en el entorno natural las actividades humanas y el cambio climático. Para él, uno de los hechos más notorios del aumento de las temperaturas es que las copas de los robles y las hayas del bosque son cada vez más ralas, lo que provoca que la luz del sol atraviese con mayor facilidad la cubierta vegetal.
“Vivir es arriesgarse; impedir que el otro se arriesgue es impedirle vivir”
“Los árboles se protegen unos a otros del viento, el calor, el frío y la infiltración solar, pero los grandes bosques de hoy son verdaderos tamices de luz y calor, lo que provoca que aumente más la temperatura y los trastornos en el hábitat y en sus habitantes”, explica.
En su caso, el paso de la industria maderera por el territorio dejó sin refugio y alimento a los corzos, que acabaron huyendo a otras zonas. “Un bosque es, por encima de todo, una comunidad de árboles que acoge a otras comunidades vegetales y animales. Cuando el equilibrio silvestre se tambalea, todas las comunidades de seres vivos se debilitan”, recoge Delorme en el libro.
Para este “hombre corzo”, la única manera de restablecer ese equilibrio pasa por transformar la relación, ahora demasiado comercial, que las personas tienen con la naturaleza. A su juicio, es el desconocimiento del entorno lo que nos conduce a no respetarla: “Sólo cuando no la veamos únicamente como un sitio para hacer deporte o como una fuente de consumo habrá menos basura, menos desperdicio y más felicidad”.
A él, ese debilitamiento del entorno natural le obligó a regresar a la civilización después de vivir siete años entre corzos.
Pregunta: ¿No ha extrañado el contacto con los seres humanos durante todos estos años?
Respuesta: No soy el filántropo más grande del planeta, pero tampoco soy un misántropo. Simplemente, no necesito el contacto con los humanos para ser feliz. He vivido solo desde mi infancia, no conozco las relaciones grupales que se supone debemos tejer en la escuela y no siento la necesidad. Trabajo mejor solo que en grupo y siento que la banda me está ralentizando.
Sin embargo, encuentro más fácilmente la conexión con la naturaleza porque no me hago preguntas, asumo mis elecciones y mis errores, que a veces pago en efectivo. No quiero cambiar el mundo, me gustan otras personas, pero digamos que, en una fiesta, soy yo quien la mira desde un promontorio para apreciarla sin molestar.
P.: ¿Cómo fue el proceso de adaptación al salir del bosque?
R.: Fue más difícil que ir a vivir al bosque. Regresé a un mundo que de repente no tiene sentido. Los olores de las personas y de las cosas me molestaban y llegaban a marearme –siempre huelo la comida antes de llevármela a la boca–. Estar encerrado en una pequeña habitación me resultaba insoportable, sentía que me estaba ahogando y luchando por respirar porque no había viento que entrara naturalmente en mis fosas nasales.
Los ruidos son muy contundentes en la ciudad y solía girar 360° para integrar todos los sonidos y evaluar el peligro potencial. Y claro, eso en una ciudad puede parecer extraño. ¡Incluso un colchón muy suave me dio dolor de espalda! Además, es difícil porque la sociedad no confiaba en mí: cuando buscaba piso y trabajo, me pidieron muchas garantías, depósitos que obviamente no tenía, excepto mi voluntad de integrarme.
P.: ¿Volverá al bosque?
R.: Todavía vivo cerca de él y la relación que tengo es inquebrantable. Sin embargo, cada vez que vuelvo, lo encuentro más triste. Hay un sufrimiento que antes no existía. Afortunadamente, no todos corren la misma suerte: cada vez más personas se están dando cuenta de la necesidad de replantar, preservar, ver y cuidar el bosque. La clave del futuro de la humanidad está en el bosque y nosotros debemos respetarlo.