Cuando la película Pretty Woman se estrenó, la vi como millones de espectadores en el mundo. Y, por qué no decirlo, disfruté a mi manera con aquel que parecía un auténtico e inocente cuentecito de hadas. Aunque siempre sospeché que la historia era tramposa. Al fin y al cabo se trataba de una historia de cine.
Después no he vuelto a verla. No he querido. Miento. He rastreado sus imágenes para encontrar la inspiración de ese traje con falda plisada que Julia Roberts viste para acudir al hipódromo. Algún día lo copiaré. Tan solo eso.
Tampoco he querido ver el aclamado musical. No por maniática. No por crítica cultural. Si no porque el tiempo ha trabajado en mi conocimiento del tema. Con los años, he averiguado dónde radicaba la trampa, cuál era el conejo escondido en la chistera, cuál el dolor y el miedo detrás de la idílica leyenda de la chica de compañía, digámoslo alto y claro, prostituida.
Con el tiempo e información, he reconocido que esa y otras imágenes similares, edulcoradas y bellamente envasadas, han contribuido al blanqueamiento capital de la realidad de la prostitución. Con el tiempo he entendido que han dado patente de corso a la explotación sexual cuando esta se produce entre una especie de supuesta élite de lujo.
Dolor. Miedo. Indignidad. Peligro. Desconfianza. Control. Rabia. Esclavitud. Prisión. Ignominia. Explotación. Desequilibrio. Sometimiento. Proxenetismo. Trata.
Son solo quince palabras que se me ocurren en torno a la explotación sexual. Son pocas. Tengo más, otras más fuertes. Pero quiero acabar el año con cierta corrección. En realidad, son más que palabras. Son sentimientos, emociones, infracciones, maldad… que afectan a esas mujeres, adolescentes y niñas desprotegidas que son vendidas impune y casi siempre engañosamente, para comerciar con su cuerpo y desposeerlas de derechos (podría decir de alma, pero no sé situarla).
Pero son además palabras que afectan también a esas otras mujeres que incluso saben lo que van a ser obligadas a hacer. Y en esta categoría incluyo a aquellas que en múltiples ocasiones lo han elegido como mal menor para su subsistencia, entendiéndolo a veces cual única salida posible.
Aprendí esto último en las postrimerías de este año, reunida con Rocío Nieto y Rocío Mora, respectivamente presidenta y directora de la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida (APRAMP), que llevan más de 35 años ayudando a víctimas de esta explotación a encontrar nuevas formas de vida y a restituir la truncada.
Lo constaté en un desayuno organizado por la vicepresidenta de EL ESPAÑOL, mi querida cómplice Cruz Sánchez de Lara. Fue muy esclarecedor escuchar a mujeres rescatadas por la organización, algunas de ellas trabajando ya como colaboradoras de su unidad móvil, otras en los talleres de confección desde los que crean prendas y accesorios que venden en la propia sede en Madrid (calle Ballesta, 9).
Muchas veces me habían compartido sus testimonios, esos de su sometimiento, de su venta, de la conculcación de sus derechos. Pero nunca hasta aquella mañana había escuchado a una víctima de la prostitución exhibir similares traumas. Se puede elegir en algún extremo de vida sin recursos aquel que pasa por la explotación.
Ni yo ni nadie somos quienes para juzgarlo. Pero eso no significa que sea plato de gusto. La explotación puede ser la misma que la sufrida por las víctimas de trata. Idéntica. El miedo. El asco. La desprotección. La ausencia de autoestima. La pérdida de identidad. El dolor. La rabia. Idénticos. Como lo es el shock postraumático. Como similar su tratamiento y rehabilitación, su mirada al pasado y su incierta visión de futuro. Como lo es el trabajo de asistentes sociales, psicólogos, médicos y organizaciones como APRAMP.
Y sí. Respondo a la pregunta de siempre. Sí, pueden existir julias roberts. No tantas. Habría que analizar cómo se sienten. Y ahí lo dejo.
Sólo lo dejo para dar la enhorabuena y las gracias a mi querida Mabel Lozano, directora de cine, escritora, activista. Siempre lo digo y repito: yo comencé a saber lo (poco) que sé de este tema gracias a ella. También gracias a ella conecté con APRAMP. Como por ella escribí mi primer libro, Puta no soy. Y ella, que en los últimos años no ha parado de recibir premios por sus películas y libros sobre diferentes temas relacionados con esta lacra, ha vuelto a dar en el clavo. Y a ser nominada a los premios Goya en la categoría de mejor cortometraje documental.
Su corto Ava cuenta la historia de una niña con discapacidad intelectual captada y “explotada desde el primer minuto”. Lo dice la narradora del documental, quien también explica que “veinte hombres explotaban cada día a cada niña”.
Los académicos juzgarán. Yo apuesto a que lo harán bien y premiarán este trabajo. Por su dirección, por su guion. Por esa historia que te estremece y que te cala como es capaz de hacerlo una ola. Por su estética. Y especialmente por una contundencia tan profunda como su delicadeza extrema. Sin hacer pornografía de la explotación sexual —fórmula en la que la directora es experta— y en tan solo 18 minutos, el espectador recibe varios balazos directos a la emoción. Ojalá, además, moviera a la acción.
Mabel Lozano deja claras las nuevas formas de captación, especialmente a través de internet y las redes sociales. Pero también que, aunque parezca mentira, por la atrocidad que comporta, en la demanda de prostitución existe la búsqueda específica de mujeres con discapacidad intelectual. Y la manipulación a la que se les somete sabiendo que además difícilmente serán capaces de denunciar, así como la adicción sobrevenida a las drogas.
La infamia.