El cataclismo que el 24-M ha supuesto para el PP no tendrá consecuencias en la organización, por lo que tampoco cabe albergar grandes sorpresas en el Ejecutivo. Los cambios anunciados por Rajoy en respuesta a la debacle electoral se circunscriben básicamente a González Pons -amortizado desde que emigró a Bruselas- y a Carlos Floriano, famoso por sus críticas a Ciudadanos, el único clavo ardiendo al que puede agarrarse hoy el PP, como bien sabe Cristina Cifuentes.
La secretaria general del partido sigue en su sitio, pese a haber sido derrotada por partida doble: en Génova y en Castilla-La Mancha. Junto a Cospedal, Rajoy se enroca con el inmarcesible Javier Arenas y, sobre todo, con Jorge Moragas, su jefe de Gabinete en la Moncloa, al que entrega la dirección de la campaña electoral. Pablo Casado, lo más parecido que hay en el PP a Albert Rivera, llevará Comunicación. Y ahí acaba todo.
En el balance de situación que Rajoy ha presentado ante los dirigentes de su partido pesa muchísimo más lo positivo; algo que contrasta con el ambiente de funeral que se palpa entre las bases. Lo único que el presidente anota oficialmente en el debe del PP es la corrupción, y ya la da por juzgada, sentenciada y requetesuperada. Por contra, observa brotes verdes por doquier: desde los pronósticos de las primeros sondeos -ojo, tres semanas después de la gran encuesta del 24-M- a la recuperación numérica de la economía.
En el seno del PP, Rajoy le ha hecho la autocrítica al PSOE, transformando la reunión del Comité Ejecutivo tras las catastróficas municipales en el primer mitin de campaña de las generales. Para el dirigente popular, los socialistas han optado por la "marginalidad" y el "extremismo". Así pues, queda clara la disyuntiva que pretende plantear a los ciudadanos en las próximas elecciones: o el PP o el caos. Ocurre, empero, que ya son legión quienes piensan que entre Mariano y la nada tampoco hay tantas diferencias.