Albert Boadella (Barcelona, 1943) se define como un "exiliado" que ha roto definitivamente con su tierra: Cataluña. Como hicieron algunos de los mejores dramaturgos, dejó la calle para ponerse a dirigir un escenario dependiente del poder político: los Teatros del Canal. Para su sorpresa, han pasado siete años y sigue cubriendo el puesto. Dimitirá a la mínima intervención, pero echa de menos alguna petición de arriba ya que las mejores obras de la Historia se escribieron por encargo.
Cuando posa para las fotos, levanta un dedo en señal de advertencia. Quizá sea puro teatro, pero también puede deberse a los "signos de caos" que observa en España día tras día. El azul brillante de sus ojos y el blanco canoso de un pelo anárquico, pero ordenado coinciden con su camisa, probablemente adquirida en un barrio burgués, en los que dice haber encontrado algunas de las cosas más bellas que ha conocido.
¿El teatro es política?
Siempre es política, incluso cuando trata temas que nada tienen que ver con ella. También las obras representadas en una dictadura que no desean molestar al régimen hacen política, en este caso la de la omisión. Por otro lado, existe un teatro más combativo que, por circunstancias que no deseaba, me tocó hacer. Pensaba que superado el franquismo no tendría que seguir con ello, pero el pujolismo me obligó. El teatro es un elemento político porque habla de las estructuras de la sociedad, sean comedia o tragedia.
¿La política es teatro?
Con el día a día al minuto, los medios de comunicación han descubierto algo que ya conocíamos los dramaturgos: la realidad supera a la ficción. Por eso, el teatro tiene que cambiar de canal e ir más allá de lo real. Debemos buscar en la profundidad del hombre, tal y como hacían los griegos. Este cambio es fundamental para seguir suscitando interés en la sociedad.
Cuando le nombraron director de los Teatros del Canal dijo: “Molière escribía para Luis XIV y Albert Boadella trabaja para Esperanza Aguirre”. ¿Ha perdido independencia a la hora de retratar la realidad?
Ya me gustaría ser tan sólo un diez por ciento de lo que era Molière; incluso de su propia libertad. Escribió grandes sátiras en un régimen que no tenía ni una pizca de democrático. Acepté este trabajo con ciertas dudas. Pensé que dimitiría pronto, a la mínima intervención política. Curiosamente, llevo aquí siete años porque nadie me ha dicho lo que tengo que hacer. ¡Pero me hubiera encantado que me dijeran algo! Las mejores obras de la Historia fueron escritas por encargo. La Comunidad de Madrid sabía que conmigo firmaba un talón en blanco en este sentido. Jamás hubiera pensado que terminaría en un teatro público, pero cuando mi relación con Cataluña fue imposible, acepté. Este trabajo era una forma agradable y segura económicamente, por qué no decirlo, de entrar en Madrid.
En 1977 se fugó de un consejo de guerra que pedía cárcel para usted. ¿Cómo fue aquello?
Los militares querían meterme en la cárcel seis años y medio. Me acusaban de insultos e injurias a las fuerzas armadas por mi obra La torna. Opté por la obligación de todo preso, que es tratar de huir. No aceptaba la culpa. A partir de ahí, planeé una fuga un tanto rocambolesca. Me escapé por la ventana de un quinto piso del hospital donde estaba ingresado. La cornisa era estrecha. De todos modos, lo organicé tan sólo con mujeres, y una de ellas era la mía, por lo que era absolutamente seguro -dice entre risas-.
Si iba a ser juzgado, ¿por qué estaba en el hospital y no en la cárcel?
Simulé una enfermedad para salir de prisión. Mi mujer me llevaba unas botellitas de sangre a través del locutorio de abogados. Me las tragaba cuando estaba cerca de un funcionario y producía unos vómitos tremendos. Sólo tuve que hacerlo un par de veces para que me ingresaran.
¿De qué se fugaría hoy Albert Boadella?
Me he fugado de Cataluña, pero me gustaría no tener que irme de España. Ojalá este país no me dé motivos para huir. Vivimos en un territorio magnífico, que ofrece posibilidades extraordinarias. Acabar mi vida fuera de aquí sería lo más triste del mundo. No me consolaría siquiera que Goya hiciera lo mismo.
En 1994 escribió un artículo en El País en el que se refería al problema nacionalista catalán como "el virus". ¿Cómo lo ve ahora?
Se ha convertido en una epidemia sin control, aunque existen pequeños anticuerpos que parece que empiezan a oponerse, como es el caso de Ciudadanos. El PSC, que en aquel momento pudo ser el remedio, fue contaminado, y a partir de ahí comenzó el descontrol.
Más tarde, en 2005, redactó en El Mundo el "manifiesto de un traidor a la patria" en el que reconocía que llegó a "creer fanáticamente" la doctrina nacionalista.
Es cierto. Este virus existía ya en el franquismo. Durante mi infancia y mi primera juventud se me inculcó el auténtico hecho diferencial de Cataluña: la xenofobia, la facilidad para crear un enemigo exterior inexistente. Nos hacían creer que los españoles eran menos que los catalanes, más cutres, menos civilizados y más pobres. Ese virus me lo traspasaron mis amigos, alguna parte de mi familia, asociaciones culturales, etc. Gracias a Dios, hubo un momento en el que comencé a darme cuenta de la realidad y dejé de colocarme del lado de la cobardía y la ficción.
¿Cómo fue ese momento?
En realidad es un proceso. No caí un día del caballo. Fui conociendo personas con más lucidez y, a través de ellas, me di cuenta de que quienes propagan las ideas nacionalistas son unos impostores. Dejé de ser de los suyos, y por eso ahora soy un traidor en Cataluña. Transmiten el virus de forma sutil, por eso es muy difícil que lo comprendan el resto de los españoles.
Ortega y Gasset tenía una visión pesimista del problema catalán. Hablaba de una solución imposible, de que tan sólo se podía conllevar. Azaña, en cambio, creía en el Estatuto como solución. ¿Usted qué pronostica?
Manuel Azaña, siendo un hombre muy inteligente, se equivocó con Cataluña. El catalanismo no puede existir porque es en sí mismo la raíz del problema. No tiene posibilidad de freno. Ya en sus inicios hubo un elemento xenofóbico. El nacionalismo apareció cuando Cataluña estaba en una posición privilegiada, económica e industrialmente, respecto a España. A partir de ahí, los catalanes empezaron a mirar a los españoles de ricos a pobres. Ahora que el resto de regiones ha evolucionado tienen que crear una inmensa mentira para controlar la situación.
¿Qué le ha parecido la escena de los cuatrocientos alcaldes pertrechados con sus varas de mando jaleando a Mas a la puerta de los juzgados?
No me sorprende. Está dentro de la lógica de lo que ha venido sucediendo. Todo lo que representa a España, sea la justicia o las fuerzas del orden, no existe para los nacionalistas. La escenografía me recuerda a la Italia fascista o a la Alemania nazi; la del franquismo era algo más precaria. Son especialistas en mover masas y hacer rituales con antorchas. Siempre dicen que este tipo de manifestaciones son espontáneas, pero nada más lejos de la realidad. Ocurre como con mi teatro. Parece improvisado, pero está todo muy ensayado.
¿Su adiós a Cataluña es definitivo?
Creo que sí. Si en un futuro hago cosas cercanas a Cataluña, será porque estaré entrando en esas etapas de la vejez poco agradables en las que uno no sabe lo que hace. He terminado con Cataluña porque, como se decía en época de Franco en el extranjero, volveré cuando acabe el régimen. Lo que pasa es que ya no tengo veinte años, y el problema catalán perdurará.
Han pasado casi cuarenta años desde la caída del franquismo. ¿Ha terminado la dialéctica de vencedores y vencidos?
Ya no existe, pero ha habido gente que ha tenido mucho interés en que volviera a nacer. Esa idea de las dos Españas es hoy una mentira absoluta. Por ejemplo, se incurre en una demencia total cuando algunos tratan de vincular el PP al franquismo. El único lugar donde existe una cercanía a un régimen como el franquista es en Cataluña, donde se da una exaltación exagerada y constante de los símbolos, y los medios llegaron incluso a publicar un editorial conjunto. ¡Algo que ni Franco se atrevió a hacer!
Si fuera presidente del Gobierno, ¿qué otros problemas incluiría en una agenda reformista?
A grandes rasgos, veo un desprecio al mundo cultural por parte del Gobierno. Podría decirse incluso que existe un alejamiento total. Esto es muy grave. No hay que olvidar que la belleza, la cultura y el arte hacen que no sea necesario recorrer los cinco continentes para alcanzar la felicidad. Por ello, introduciría cierto humanismo en las prioridades del Gobierno. Jamás he visto en el Parlamento una discusión filosófica sobre el porqué de las cosas. Si fuera presidente, asistiría a algún concierto, a una ópera, una sala de exposiciones… Esto no lo ha hecho ninguno de nuestros dirigentes, no digamos el último, al que lo único que le interesa es el fútbol.
¿Cambiaría la Constitución?
Eliminaría los hechos diferenciales que se reconoce a algunos territorios. Son un insulto al resto de regiones. Jamás se habría tenido que incluir algo así en una Constitución. Reconocer una singularidad es pensar que el vecino no la tiene. Sin embargo, muchos utilizan el deseo de cambiar la Carta Magna como excusa para obtener más autonomía. A algunas Comunidades solo les falta poder cobrar directamente sus impuestos y tener tanques y aviones para lograr la independencia.
¿Monarquía o república?
Con Juan Carlos I me sentía cercano a la monarquía. Coincidimos varias veces. Era extraordinario. Tratar con él era como hablar con un personaje del Museo del Prado. Me gustaba su simpatía, la cercanía y su mirada distinta del mundo. Ahora que hemos cambiado de Rey, me da un poco lo mismo. La monarquía tiene fuerza cuando mantiene unos protocolos y una simbología que dan color a la representación del Estado, como es el caso de los ingleses. Si se destruye el lado teatralizado de la monarquía, pasamos a ser una república. Dicho esto, ¿quién sería ahora presidente de la república? ¿Mariano Rajoy? Me quedo con el Rey.
¿Pero qué votaría en un referéndum?
Seguramente votaría monarquía porque quienes defienden la república me gustan menos.
¿Observa una falta de liderazgo en España?
Veo una falta de ejemplaridad. Pienso en un chico de diecisiete años y me cuesta hallar un referente para él. Los presidentes son corruptos, la monarquía se ha tambaleado, el mundo religioso ha caído… Antes teníamos al Papa y a los santos, pero ahora, con un pontífice comediante y de mi gremio, esto también ha desaparecido. No existe una persona incorruptible, justa y sincera a quien mirar. Esta es la verdadera crisis.
Imagine que justo antes de que empiece la campaña para las elecciones generales, se presentan en los Teatros del Canal Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, y le piden consejo. ¿Qué le diría al actual presidente?
¡Madre mía, Rajoy! Sería un trabajo de muchos años. El único consejo que le daría es que intentara parecerse un poco más al jefe de la tribu, para dar seguridad al personal. Es un tipo que siempre parece estar fuera de juego.
¿Pedro Sánchez?
Le diría que estudiara a los grandes líderes políticos del pasado como Churchill o Roosevelt. Veo mucha adolescencia en él.
¿Albert Rivera?
Debe controlar su pasión y su ilusión. A veces dice cosas excesivamente espontáneas, y eso conlleva un riesgo.
¿Pablo Iglesias?
Que aprenda a hacer comedia.
¿Qué obra escribiría con estos cuatro protagonistas?
Los cuatro jinetes del apocalipsis.
¿Cómo definiría el populismo?
Es la inducción a la ficción. A la gente, por lo general, no le gusta la realidad. Para la mayoría de los ciudadanos, aquello que sucede es desagradable. Por eso triunfa el populismo. Cuentan las cosas como uno quiere escucharlas.
¿Quiénes son los populistas?
Hay unos más oficiales que otros. Existe una izquierda radical que juega con el populismo porque se ha encontrado con una pared infranqueable, y no tiene más remedio que optar por la ficción. Por otro lado, los nacionalistas falsean la historia y cuentan un final feliz, lo que ya es el colmo. Los populistas buscan una brecha por la que entrar porque la sociedad se ha configurado sin ellos.
¿Los ve como algo efervescente o tendrán espacio en el espectro político?
Siempre habrá alguien que reivindique la revolución, pero el ciudadano actual no quiere riesgos, ni tan siquiera acepta que le fastidien un fin de semana. Por tanto, estos grupos tienen que pregonar, por medio del engaño, una revolución que no conlleve grandes alteraciones. Esa es la clave de su éxito.
¿Qué le debe España al bipartidismo?
Creo que no ha existido. Los partidos autonómicos han tenido mucha fuerza. CiU y PNV, por ejemplo, han sido decisivos en muchas ocasiones. España no se ha parecido a Estados Unidos o Reino Unido. En la mayoría de casos, las intervenciones de las fuerzas chantajistas autonómicas no han sido buenas, pero han impedido el bipartidismo.
Dicho de otro modo, ¿qué piensa del PP y el PSOE?
Los veo muy parecidos. Han surgido otros partidos a la izquierda porque todo se ha ido hacia ese lado. El PP es una formación socialdemócrata. Ha gobernado con la ley del aborto más singular de Europa, ha subido los impuestos y no ha llegado a ningún acuerdo especial con la Iglesia. PP y PSOE son un alargamiento el uno del otro y representan una comedia de cara al público para diferenciarse.
¿Qué le dice Esperanza Aguirre cuando se refiere al PP como un partido socialdemócrata?
Creo que está totalmente de acuerdo conmigo.
¿Por qué la corrupción aparece tan a menudo en el libreto?
Los medios han hecho bien su trabajo. La corrupción ha existido siempre, pero ahora los periodistas han alumbrado las cloacas del Estado. Esto ha obligado a la Justicia a intervenir, lo que es muy positivo para España. Todos sabíamos que Pujol robaba. Yo, por ejemplo, lo dije en una obra en los 90. En ella aparecían sus hijos con unas carteras de las que caían muchos billetes. En aquel momento, todo el mundo me dijo que era un exagerado. Creo que me equivoqué. En aquellas carteras habría medio millón de euros como mucho, y pienso que es mucho más lo que han robado.
¿La sociedad sufre una crisis de valores?
Más que una crisis se trata de un cambio fundamental. El mito de la virginidad ha terminado, no se hacen bromas con los cuernos porque todo el mundo los ha puesto o los lleva… Son algunos ejemplos que denotan que vivimos en una sociedad que trata de reencontrarse. No es que no haya valores, sino que se están transformando. Algunos de los nuevos entran en conflicto con el pasado. Hay cosas que lamento. La dignidad, que debería ser eterna, ha desaparecido. La gente puede contar en la televisión su vida íntima y la del prójimo. No existe el sentido del pudor. Me parece algo muy poco estético. Hemos perdido el sentido de la belleza en el trato con las personas.
La crisis económica ha levantado muchas voces contra la economía de libre mercado. ¿Conviene cambiar las reglas del juego?
Soy un burgués y siempre quise serlo. He disfrutado como tal y me parece algo magnífico. Las mejores cosas de nuestro mundo están, de momento, en la burguesía. Si miras una calle del barrio de Saint-Germain de París, encuentras lo más refinado: las mejores librerías, exposiciones, comidas, hoteles… Eso es la burguesía. Si ello va ligado al capitalismo, no me gustaría cambiar las reglas del juego. Pero si es obligado que el capitalismo tenga que comportarse como muchas veces lo hace para lograr esto, me surgen serias dudas.
Nicolás Gómez Dávila define al burgués como "aquel que se conforma con lo que es, pero no con lo que tiene". ¿Se siente identificado?
No está nada mal esa definición -dice entre risas-. Quiero ser claro y sincero. No voy a hacer demagogia con esto. El capitalismo me ha llevado a momentos de gran felicidad. Gracias a él he tenido acceso a las cosas más bellas que he conocido.