“Tu vida vale lo que valen tus compromisos”. A Miguel Gil no le tembló el pulso al escribir estas líneas en su cuaderno. Las bombas de los rusos caían a escasos metros de donde se encontraba, en el corazón de Grozny, en Chechenia. Él fue uno de los pocos periodistas –se podrían contar con el dedo de una mano–, que quedaron en la ciudad, que por entonces, en 1999, se había convertido en el infierno europeo. Su presencia allí se debía, seguramente, al cumplimiento de esa premisa que había anotado en su bloc.
Los más puristas no aceptarían que a Miguel Gil se le llamase periodista. Él era abogado de formación y, en 1993, tenía una vida asentada en la ciudad que le vio crecer, Barcelona. Pero el conflicto que se estaba viviendo en los Balcanes interpelaba sus convicciones. Las imágenes de un funeral, en las que los asistentes todavía con lágrimas en los ojos se refugiaban de los disparos de un francotirador, lo empujaron definitivamente al vacío.
Al mismo Miguel le costaba encontrar las palabras para definir este momento crucial en su vida. “Tenía 25 años y sabía con bastante certeza cómo sería el resto de mi vida si me quedaba donde estaba. Día a día hasta el momento de mi muerte. Porque tenía un trabajo, las cosas marchaban bien. Pero no sé por qué, lo cambié. Quería venir a Bosnia por las imágenes que vi en la tele”, trató de explicar a uno de sus compañeros en una entrevista recogida en el documental Miguel në terren [Miguel sobre el terreno, en catalán], producido por TV3.
23 de mayo de 2000. Tras siete años como periodista, Miguel Gil trabajaba para la agencia Associated Press (AP) y se había convertido en uno de los mejores camarógrafos del mundo. Así lo demostraban los premios internacionales que había cosechado. Los demás miembros de la tribu –tal y como se llaman a sí mismos los reporteros de guerra– lo reconocían como tal. Un día más tarde, una milicia de rebeldes sierraleoneses acabaría con su vida y con la de otro periodista, el norteamericano Kurt Schork.
“A veces las historias de la gente no me importan”
Es imposible comprender la vida de Miguel como una trayectoria impoluta. Al menos, desde su perspectiva moral de los acontecimientos que había vivido. Lamentaba que, estando expuesto a tanto sufrimiento, pudiese impermeabilizarse a estos sentimientos. “A veces las historias de la gente no me importan una mierda. Como el que ve un documental después de comer y una vocecita le dice ‘esto te debería impresionar”, había escrito el reportero en su cuaderno en la víspera de su muerte.
Esa misma impresión la manifestó el fotógrafo David Guttenfelder, también para AP. En el mismo documental de TV3, se pueden ver unas imágenes grabadas por Miguel Gil en la antigua Zaire, actual República Democrática del Congo. Era el año 1997 y el país atravesaba uno de los conflictos más duros que la humanidad ya ha olvidado. El hambre y la miseria golpeaban todavía más que las balas de los soldados. En la filmación se puede ver a una turba que se precipita contra un hombre malherido, seguramente un ladrón que buscaba algo que llevarse a la boca. Apenas podía caminar y suplicaba por su vida.
“No recuerdo con exactitud lo que sentía. Creo que me comentó que, mientras filmaba, pensó por un instante que las imágenes eran fuertes, que eran dramáticas, que eran buenas. Y él se sintió avergonzado por pensar en su pequeño beneficio personal a costa del ataque que padecía otra persona”, explica Guttenfelder en el documental.
La periodista Sonsoles Gutiérrez ha estudiado cada una de estas imágenes y la huella que dejaban en el camarógrafo. En su tesis doctoral Miguel Gil, la mirada comprometida de un corresponsal de guerra, recoge algunas de las anécdotas que cuentan los que lo conocieron; como la de una mujer con la que vivió en los Balcanes y a la que Miguel, después de engañarla diciéndole que recibía dos raciones diarias de la ONU, le daba toda la comida que recibía como periodista de esta organización internacional. “Parecía que se alimentaba de barritas energéticas”, comentaría alguien que lo conoció en estas circunstancias.
Pero a Miguel le empujaba una convicción que en pocas ocasiones manifestaba: “Te das cuenta de que las personas que padecen este tipo de tragedias desearían tener por lo menos un derecho: que el resto del mundo sepa lo que les ocurre. Porque así esperan que alguien hará alguien al respecto”, señalaría el reportero en una entrevista.
Unas imágenes “cruciales”, “históricas”
Las imágenes grabadas por Miguel Gil habían dado la vuelta al mundo. Cuando grabó los trenes de deportados en Pristina (Kosovo) en 1998 desmintió las versiones oficiales que entonces saltaban de un periódico a otro. Mientras los serbios sostenían que la gente huía de los bombardeos de la OTAN, la realidad que reflejó el periodista con su cámara era que se estaba llevando a cabo una limpieza étnica en el corazón de Europa, cincuenta años después de la que se perpetró en Auschwitz. Esas filmaciones cambiaron la opinión de la comunidad internacional y forzaron a cambiar el transcurso de los acontecimientos.
“Las imágenes de Miguel fueron cruciales, definitivas, icónicas, históricas, y él utilizó su poder para salvar vidas, cientos de miles de vidas. ¿Qué mejor bien puede un periodista, o cualquiera, esperar conseguir?”. Quien plantea esta pregunta es Christiane Amanpour, corresponsal emblema de la cadena CNN, en el libro Los ojos de la guerra. “Cuando mi hijo se haga lo suficientemente mayor como para torturarme con preguntas sobre por qué le dejo, por qué voy a sitios terriblemente peligrosos –señala la periodista–, le hablaré de Miguel y de las cosas maravillosas y valientes que hizo”.
Amanpour habla en pasado y compungida. Es notorio que le cuesta hablar sobre el periodista español y el afecto profesional y personal que sentía por él. El fotorreportero español Gervasio Sánchez, en este mismo libro, describe las sensaciones que le sacudieron en Sierra Leona cuando fue a la morgue a identificar el cuerpo de Miguel Gil: “Tu cuerpo duerme sobre una fría losa de mármol en el depósito de Freetown. Durante unos minutos siento un nudo en la garganta y un escalofrío se apodera de mí. (…) Ya advertí que con vosotros –refiriéndose también a Schork– también moría la esperanza de tantos miles de víctimas de guerras desgarradoras”.
El centro cultural Conde Duque acoge, hasta el 31 de enero de 2016, la exposición Upfront, fotorreporteros de guerra, un proyecto del Instituto Cervantes de Praga. En ella, además de las imágenes tomadas en todo el mundo por multitud de periodistas, se puede encontrar una vitrina con una mochila dentro. Es la de Miguel Gil. Junto a ella, los objetos que el reportero se llevaba consigo a sus viajes. Esta semana, Ramiro Villapadierna –que cubrió los conflictos de los Balcanes y es comisario de la exposición– debatió junto a los periodistas Alfonso Armada, Luis de Vega y Sonsoles Gutiérrez sobre si queda alguna esencia del trabajo de Miguel Gil en el escenario informativo actual. La mesa redonda se celebró quince años después de que Miguel Gil muriese en las inmediaciones de Rogbery Junction, en Sierra Leona.