El callejero de Madrid es pólvora. El pleno del Ayuntamiento volvió a debatir una propuesta relacionada con el próximo bautizo de las calles franquistas y saltó por los aires.
Ciudadanos trató de que la totalidad de las nuevas placas corresponda a víctimas del terrorismo, pero tuvo que ceder e incluir la coletilla “entre otros” para aprobar su proyecto con el apoyo de PSOE y Ahora Madrid.
De entre los diez puntos presentados por el partido naranja, sólo se aprobaron tres; uno por unanimidad: dar una calle a Melchor Rodríguez, último alcalde del Madrid republicano en 1939. El ángel rojo –así le apodaron sus enemigos por salvar la vida de miles de presos franquistas– fue el único argumento esgrimido para el consenso que no fue utilizado como arma arrojadiza.
Incluso la figura de Tierno Galván fue zarandeada dialécticamente por Ciudadanos y el PSOE. Villacís pidió a los socialistas que apelaran al espíritu conciliador del viejo profesor y éstos le contestaron que Tierno nunca hubiera permitido ese “circo partidista”.
Un ángel rojo para los presos del bando nacional
8 de diciembre de 1936. El bombardeo de las tropas franquistas sobre Alcalá de Henares enardece a los milicianos. Armados, se dirigen a las puertas de la cárcel. Claman venganza. Quieren abrir las celdas y linchar a los presos del bando nacional.
Cuando la turba ya ha franqueado la primera puerta, aparece Melchor Rodríguez, el delegado de prisiones del Gobierno republicano. Subido a una mesa, evita la entrada en las celdas. Le ponen una pistola en el pecho, le empujan, le desgarran la camisa. La situación es insostenible. Con ingenio, lanza un farol a los milicianos. Les dice que ha dado la orden de que armen a los presos en caso de que se consume el asalto a la cárcel. Las horas pasan. La multitud se dispersa. Rodríguez consigue que la retaguardia republicana no colme su sed de sangre y venganza. Había salvado la vida de cientos de presos. Entre ellos estaban personas tan conocidas como Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, el futbolista Ricardo Zamora, el torero Villalta y dos de los hermanos Luca de Tena. Se lo agradecieron con un avión artesanal en miniatura decorado con sus firmas.
Alfonso Domingo, periodista y escritor, ha dedicado una década a bucear en la vida de Melchor Rodríguez. Su investigación quedó plasmada en el libro “El ángel rojo” (Almuzara, 2009) y ahora está a punto de estrenar un documental. Con brillo en los ojos y pasando con mimo las manos sobre las fotografías, dice: “Quijotesco, maravilloso, es una historia de película”. Con él recorremos la vida de un niño de Triana que se convirtió en anarquista después de intentar ser torero y que, como delegado de prisiones, evitó la ejecución de miles de presos en la retaguardia republicana durante la Guerra Civil.
Del toreo al anarquismo
Melchor Rodríguez nació en Sevilla en 1893. Hijo de un maquinista de puerto y de una cigarrera, quedó huérfano de padre a los diez años. En ese momento, obligado por la pobre economía familiar, aprendió el oficio de calderero.
Ya adolescente, soñó con ser torero. Vestido de luces, lidió novillos en muchas plazas de Andalucía. No tomó la alternativa. Una grave cogida en Madrid –en la plaza de Tetuán de las Victorias– arruinó sus expectativas de convertirse en matador. Era 1918.
Instalado en la capital se ganaba la vida como chapista. Su primer acercamiento al sindicalismo fue su afiliación a UGT. Más tarde, giró a la CNT y comenzó su lucha por los derechos de los reclusos, una batalla que le llevaría a prisión muchas veces a lo largo de su vida. “Estuvo en la cárcel en treinta y cuatro ocasiones y con regímenes distintos: monarquía, república y franquismo”, cuenta Domingo.
Un delegado de prisiones apuntado en el pecho
En noviembre de 1936, fue nombrado Delegado de Prisiones por el ministro de Justicia anarquista, Juan García Oliver. Eran días de “paseos”, de checas y de tiros en la nuca. Una de sus primeras medidas fue prohibir sacar a los presos de las cárceles entre las seis de la tarde y las seis de la mañana.
Además, cuenta Domingo, exigía un documento que él tenía que firmar para que trasladaran a los reclusos de un sitio a otro: “Se evitaron muchos asesinatos. También impidió muchos traslados a Paracuellos. Incluso se jugó la vida deteniendo convoys alegando que él mismo aplicaría la sentencia de los presos, para luego volver a conducirlos a prisión y salvarles la vida”.
Esta actitud –que le granjeó el mote de ángel rojo– le enemistó con los comunistas que controlaban la Junta de Defensa de Madrid, entre ellos Santiago Carrillo. Existen testigos, cuenta Domingo, que aseguran que tuvieron que separarles para que no llegaran a las manos.
A Melchor Rodríguez intentaron matarlo muchas veces. Más de un día entraron en su despacho para ponerle una pistola en el pecho. Pero el atentado más flagrante ocurrió en Valencia: “Les acribillaron a balazos cuando iban en el coche, pero no murió ni él ni ninguno de los que le acompañaban. Fue un milagro”, relata Domingo.
Sin ser creyente, se jugó la vida por un crucifijo
En marzo de 1937, Melchor Rodríguez fue destituido de su cargo y pasó a ser concejal y responsable de los cementerios de Madrid. Su amigo Serafín Álvarez Quintero pidió que se le enterrara con un crucifijo, lo que por aquel entonces era casi imposible.
Aquel día, Melchor apareció con una cruz de madera. Cuando percibió la reticencia de los anarquistas y de las autoridades presentes en el funeral, lanzó un farol, al igual que hizo aquel 8 de diciembre en la prisión de Alcalá de Henares: “Llevo aquí un permiso”, dijo tocándose el abrigo. En su bolsillo, revela Domingo, no había nada.
Su casa: un refugio para los represaliados
Melchor Rodríguez se apoderó de dos casas durante la guerra. Sus propietarios, al término del conflicto, aseguraron que las encontraron igual que las habían dejado. En ellas alojaba a curas, homosexuales, monjas… “¡Incluso a un modisto de la reina!”, recuerda Domingo.
Melchor Rodríguez se quedó en Madrid hasta la entrada de las tropas franquistas. Fue nombrado alcalde por las autoridades que todavía no se habían exiliado. “Fue él quien entregó Madrid a Alcocer, el primer alcalde franquista de la ciudad”, explica el biógrafo.
La deuda de Muñoz Grandes
A pesar de sus labores humanitarias, fue apresado y sometido a juicio militar en dos ocasiones. “En la primera quedó absuelto, pero la fiscalía recurrió y volvió a ser juzgado. Ahí fue cuando intervino Muñoz Grandes”, cuenta Domingo.
Cuando iba a decretarse la pena de muerte para Melchor Rodríguez, intervino el general Muñoz Grandes con una lista de 2.500 firmas, todas ellas pertenecientes a personas del bando nacional que fueron salvadas por el alcalde republicano.
El propio Muñoz Grandes fue ayudado por Melchor en Alcalá de Henares, pero también en otra ocasión: “Cuando estaba preso en la cárcel de La Modelo, hubo un incendio y un asalto. En ese momento intervino Melchor y eso salvó la vida a Muñoz Grandes, que luego se lo agradeció de esta manera”.
De su puño y letra
Melchor Rodríguez fue condenado a veinte años de cárcel, de los que cumplió cinco. Murió en 1972. Rechazó las ayudas de los miembros del régimen a los que un día ayudó. En su funeral concurrieron cargos del franquismo y anarquistas, lo que no había sucedido hasta aquel momento.
“Se le enterró con una bandera anarquista y, por fuera, se colocó un crucifijo en el ataúd. Así lo pidió su familia, aunque él nunca fue religioso. Era un santo laico”, sonríe Domingo.
Han pasado cuarenta y cuatro años de su muerte. El pleno ha aprobado por unanimidad otorgarle una de las nuevas calles. Melchor Rodríguez amó la libertad y lo dejó escrito para la Historia: “Anarquía significa amor, poesía, igualdad, fraternidad, sentimiento, LIBERTAD, cultura, arte, armonía… La razón, suprema guía; la ciencia, excelsa verdad, vida, nobleza, bondad, satisfacción y alegría”.
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