Javier Martín Babarro es profesor de psicología evolutiva en la Universidad Complutense de Madrid. Ya hace más de diez años que terminó su tesis sobre el bullying. El tema le apasionó y, desde entonces, sigue investigando para combatir un cáncer que mina la moral de cuatro de cada cien niños en España. El resultado de aquel trabajo que le hizo doctor fue la versión primitiva del test de detección de acoso escolar que acaba de estrenar la Comunidad de Madrid. Más de setecientos centros ya han solicitado la herramienta del profesor Martín Babarro.
Javier Martín se acerca al centro de Madrid tras examinar a sus alumnos. Llega con tiempo y aprovecha para pasear por el Barrio de las Letras. Lleva un abrigo oscuro y las manos en los bolsillos. Guarda en su mochila un cuadernillo que recoge los puntos clave de su herramienta: “Los datos y la metodología son muy importantes”. Habla con calma, hoy ya no tiene prisa. Se detiene con una sonrisa para desmigar los asuntos técnicos. Acompaña sus explicaciones con las manos. Con ellas, dibuja círculos en el aire para referirse al grupo, una de las palabras que más emplea durante la entrevista.
¿Sólo nos concienciamos de la gravedad del bullying cuando un niño de once años se suicida porque no soporta seguir yendo al colegio?
Desgraciadamente, nos movemos a base de tragedias. El caso de Jokin –un niño de catorce años que se suicidó en Fuenterrabía en 2004 tras sufrir un acoso reiterado– fue en cierto modo un pistoletazo de salida. La sociedad empezó a preocuparse por este tema.
¿Qué es el bullying?
El término se acuñó en los países nórdicos a finales de los setenta, pero lógicamente ya existía antes de que se le pusiera una etiqueta. Encontramos un caso de bullying cuando los miembros de un grupo utilizan a uno de ellos a modo de cabeza de turco y lo maltratan. Ese acoso es una especie de sacrificio que se realiza para que el grupo se divierta y se cohesione.
En más de una ocasión, usted ha descrito el bullying como un ajedrez social.
Sí. Ha habido dos etapas en el diagnóstico del acoso escolar. Hasta aproximadamente 1996, el bullying se consideraba un proceso reducido a dos personas: la víctima y el agresor. O como mucho, el grupo de maltratadores y el agredido. Pero a partir de esa fecha, quizá gracias a una publicación de la finlandesa Christina Salmivalli, comenzó a estudiarse el acoso escolar como un proceso más complejo, en el que se tiene en cuenta una serie de espectadores más allá del agresor y de la víctima, un escenario, una audiencia que premia o rechaza lo que sucede…
¿En qué momento un vacile o una burla deja de ser una anécdota para convertirse en bullying?
En muchas ocasiones es difícil distinguir ya que estas conductas de ‘vacile’, de cuando en cuando, se dan de igual a igual. Es decir, todas las partes que se están socializando despliegan emociones positivas. El bullying empieza cuando las burlas se dirigen a una misma persona continuamente y la hacen sufrir.
¿La reiteración es un factor clave?
Eso es. El bullying suele empezar cuando se da un desequilibrio social y la víctima es rechazada por el grupo. Los agresores se aprovechan de quienes tienen menos habilidades sociales.
¿Qué puede llevar a un niño a martirizar a otro?
Creo que es algo que no hemos sabido explicar todavía desde un plano antropológico. Los acosadores obtienen una serie de beneficios. El más importante: mejoran su estatus social. Por el mero hecho de agredir a alguien consiguen que el grupo se divierta y, además, se consagran como líderes o protagonistas.
¿Hasta qué punto es consciente el agresor del daño que causa? Muchas veces hablamos de niños menores de quince años.
En la educación primaria, generalmente, los agresores no se dan cuenta de lo que hacen. De ahí la importancia de que haya actividades encaminadas a que los niños puedan etiquetar y racionalizar lo que sucede. También existen agresores conscientes, normalmente algo más mayores.
¿Cómo puede percibir el profesor las situaciones de acoso que suceden en su aula?
En algunos casos es sencillo porque el maltrato es evidente. Sobre todo cuando es físico. Pero a menudo se fragua un código de silencio entre los compañeros, el agresor y también la víctima, que calla por miedo a que le tilden de chivato o por no preocupar a su familia. El acoso psicológico es el más difícil de detectar.
Pero, ¿qué podría hacer en concreto un docente para darse cuenta?
Lo más eficiente de lo que hemos probado hasta ahora son las escalas heteroinforme. Esto supone hacer preguntas a todos los miembros del grupo, y no sólo a la víctima. Muchas veces el agredido no va a clase o no responde a las preguntas por ese código de silencio que se implanta. Cuando la clase entera responde, es más fácil detectar un caso de bullying.
¿Es habitual el bullying en España?
Suele darse un baile de cifras debido a una falta de consenso metodológico a la hora de medir. Creo que el Estudio Estatal de la Convivencia de 2010 aporta la cifra más fiel: en torno a cuatro de cada cien alumnos en España sufren bullying. También hay otra circunstancia interesante. El estudio estatal muestra que se da poca variabilidad entre centros. La mayoría presenta niveles de bullying muy similares, sean de tipo rural, urbano, alto o bajo poder adquisitivo…
¿Este dato es alarmante en comparación con el resto de países europeos?
No especialmente. Algunos estudios han mostrado que los países mediterráneos sufrimos menos casos de bullying que Reino Unido, Francia o Alemania. Pero a pesar de que la cifra sea menor, hay algo muy preocupante. Un alto porcentaje de estos casos no se resuelven. Muchas víctimas optan por abandonar el colegio.
¿Por qué es tan difícil acabar con el bullying?
El grupo es una estructura muy rígida. El bullying empieza y suele perdurar. Cuando una persona es rechazada por el grupo, suele seguir siéndolo en adelante.
¿Cuál considera la mejor herramienta para acabar con el acoso escolar?
La ayuda entre iguales. Volvemos al ajedrez social. Un agresor no atacaba a un miembro de un grupo de siete personas porque le sale caro socialmente. Burlarse de un compañero le puede poner en contra a seis, dejando su estatus en peligro. Este procedimiento consiste en crear una red social artificial en torno a la víctima para que el agresor la perciba integrada en un grupo.
¿Cómo se crea con eficiencia esta red?
Reunimos a alumnos con fuerza en el grupo y con buenas habilidades sociales. Les pedimos, durante una entrevista, que no dejen sola a determinada persona en los cambios de clase y en los recreos, que es donde suele producirse el acoso. Es una red artificial, pero la experiencia nos ha demostrado que funciona en la mayoría de los casos.
¿Los niños o adolescentes suelen aceptar formar parte de esa nueva red?
Generalmente, acceden de buena gana. No forzamos una amistad. Simplemente, les pedimos una labor de acompañamiento. Un cambio tan nimio como éste frena las agresiones en gran medida. Supone un trabajo desde una perspectiva no culpabilizadora. No se sanciona al agresor directamente.
¿Es más eficaz proteger a la víctima que sancionar al agresor para atajar el bullying?
Sí, en la gran mayoría de los casos. También hay que sancionar en determinadas ocasiones. En definitiva, conviene combatir el bullying con todo aquello que ayude a modificar la rígida estructura de los grupos. Por ejemplo, cambiar de pupitre a los alumnos con cierta frecuencia o preparar el curso siguiente en base a aspectos emocionales. Debemos remover la estructura social para que no permanezca estática de septiembre a junio.
¿Cuál es el perfil de la víctima?
A grandes rasgos, existen dos tipos. Las pasivas suelen encarnar el 90% de los casos. Son niños que adolecen una falta de madurez emocional, que carecen de habilidades sociales… Tratan de rehuir los problemas y pasar desapercibidos. Las activas, en cambio, suelen ser el centro de atención y tienen problemas distintos, a veces asociados a la hiperactividad.
¿El tratamiento del bullying en España es atrasado respecto al de otros países?
Sí. Pero no sólo en el ámbito educativo, también en el político y social. Vamos un escalón por debajo de Holanda o Noruega. Aunque cada vez percibo más sensibilidad en el profesorado en relación al acoso.
¿Nota una buena receptividad de los profesores cuando les advierte de un caso de bullying en su aula?
En general, sí. Ofrecemos el test como herramienta y suele interesarles. Pero también es verdad que encontramos varias situaciones en las que un profesor, al ser advertido de un caso de maltrato en su aula, lo trivializa o justifica diciendo: “Es que es un chico muy raro”.
¿Cómo discurre esa conversación?
La palabra “raro” para referirse a la víctima es la que más utilizan. Ahí empiezo a vislumbrar que ese profesor no comprende la gravedad del asunto. A partir de eso, insisto en que los datos son muy importantes. Si dieciséis alumnos coinciden en que una persona está siendo acosada…
Supongo que esto es muy peligroso. ¿El papel del profesor es fundamental para combatir el bullying?
Sí. Los centros tienen que fomentar una cultura en la que el maltrato no tenga cabida. Todavía no estamos en ese nivel, pero la necesidad se acabará imponiendo. Nadie merece ser educado mientras le maltratan. Hay niños que sufren bullying durante más de diez años.
¿El bullying marca de por vida?
Sí. Tiene una serie de secuelas a medio y largo plazo. Hay adultos que no consiguen superar ese maltrato. El aprendizaje emocional es muy importante. Le pongo un ejemplo: hemos hecho un estudio en México que ha mostrado que los niños maltratados en sus familias suelen serlo también en el colegio. El maltratado aprende un rol social: se acostumbra a tener miedo, a ser pasivo, a no responder… Esos niños trasladan su papel a otro contexto, en este caso el colegio, y vuelven a adoptar el rol de víctima. Cuando estas personas son adultas continúan con ese bagaje emocional y siguen siendo potenciales agredidos porque el bullying marcó a fuego su infancia.