“Por favor, ayudadme, que me han matado”. José Javier Uranga gritó a las puertas de Diario de Navarra, periódico que dirigía, tras recibir 25 disparos de un comando de ETA. Era el 22 de agosto de 1980 y los terroristas lo habían asaltado en el aparcamiento de la redacción porque su testimonio, el de un periodista que a diario clamaba por la libertad frente al plomo y fuego dibujados por los asesinos, se había vuelto demasiado incómodo. Su empecinamiento fue uno de los pocos pilares de valentía que sostuvo la incipiente democracia ante los zarpazos del terror. Una voz que se alzaba por encima de las balas y las bombas, y que este sábado, 25 de junio de 2016, ha terminado por apagarse. José Javier Uranga ha fallecido en Pamplona a los 90 años de edad.
El atentado contra el director de Diario de Navarra fue el primero que movilizó a la población de la Comunidad foral en los años de plomo. Alrededor de 50.000 personas salieron a las calles de Pamplona para arremeter contra la presión asfixiante de ETA. Entendían que aquel ataque contra Uranga lo era también contra aquella libertad que estaba contra las cuerdas.
“Si abandonaba, ETA habría logrado su propósito; era lo mismo que si me hubiesen matado”, esgrimiría años después el director de Diario de Navarra en una mesa redonda. En esas declaraciones, recogidas en la obra Relatos de Plomo, Uranga resumía los argumentos con los que regresó a la redacción tras un rosario de operaciones y once meses de rehabilitación en el hospital: “No podían tolerar que nadie en Navarra se expresase con libertad y franqueza”.
Concedió pocas entrevistas. No le gustaba hablar de aquel 22 de agosto de 1980. Pocas veces contó cómo, a las 16.40, el etarra Pedro María Gorospe sacó el fusil de “una especie de anorak” y abrió fuego contra él, alcanzándole de pleno aquella ráfaga en el vientre y en las piernas. Y tampoco ofrecía detalles de Mercedes Galdós, la compinche del primero, que se le acercó cuando estaba maltrecho sobre el asfalto y le disparó en varias ocasiones con su pistola. Una de aquellas balas pretendía ser la definitiva: le entró por el rostro, debajo del ojo, y le atravesó la mandíbula. Tras aquellos 25 disparos, los terroristas creían que habían dado muerte al periodista y huyeron a bordo de un Dyane 6.
Una recuperación inesperada
Los trabajadores de Diario de Navarra confundieron los disparos con petardos. No serían extraños en aquellas fechas, en las que pueblos próximos a Cordovilla –donde todavía se erige la redacción del periódico- celebraban sus fiestas locales. Pero el escenario que se encontraron se teñía de sangre. Dos empleados, Jesús Aguirre y Miguel Goñi, lo subieron a un vehículo y lo trasladaron a la zona hospitalaria.
José Javier Uranga no recordaba sentir demasiado dolor en aquel trayecto de escasos minutos. Lo que sí tenía grabado fue la conversación que Aguirre y Goñi sostenían en los asientos delanteros: discutían sobre cuál sería el mejor hospital al que trasladar a su director. “Llevadme al Opus”, llegó a pronunciar Uranga, en referencia a la Clínica Universitaria de Navarra, en la que había sido operado recientemente de un riñón. En aquel momento, escupió dos muelas que se le habían desprendido por los disparos.
Pocos apostaban por la recuperación del periodista. Ni siquiera él mismo las tenía todas consigo: al llegar al centro hospitalario, pidió la absolución a un sacerdote que paseaba por las inmediaciones. La primera intervención, no obstante, consiguió salvar su vida. Después se sometería a incontables operaciones que le dejaron como secuela una minusvalía del 40%. Durante los once meses que vivió en el hospital, Uranga abandonó dos veces en secreto el recinto. Una, a la localidad de Ujué, donde se erige una iglesia con una Virgen hacia la que el periodista sentía especial devoción; una de las balas, de hecho, fue rebotada por una medalla con esta imagen que llevaba al cuello. La otra, a la localidad navarra de Guirguillano, donde solía reunirse para comer con unos amigos.
El regreso a la redacción
“Que llueva para que la uva engorde y los prados reverdezcan y la basura y los olores corran por los ríos; agua también -un riego de responsabilidad- para que las gentes que encogen el hombro y critican, y no quieren participar en los intereses de la comunidad, se conciencien y se presten a hacer algo por todos”, escribió José Javier Uranga en Diario de Navarra el día que se incorporó de nuevo a la redacción. Llevaba como director del periódico desde hacía 18 años y todavía le faltarían otros 10, hasta 1990, para jubilarse.
Mercedes Galdós, la terrorista que le disparó en la cabeza, fue detenida en 1986. Fue condenada a 27 años de prisión por el atentado contra Uranga y a otros 764 por otros asesinatos y crímenes. Pedro María Gorospe, su compinche, fue detenido en Francia en 1994; no fue posible su extradición por sufrir una “descompensación psicótica paranoide”.
“Yo he estado mucho tiempo olvidado. No quería entrevistas ni hablar de lo que me ocurrió. Seguí haciendo mi vida de antes, escribiendo, como lo he hecho siempre, con libertad”, comentó Uranga en 2010, con motivo del 30 aniversario del atentado, a las periodistas Beatriz Arrendó y Carmen Remírez, de Diario de Navarra.
Aquel atentado rompió la hasta entonces inquebrantable trayectoria del terrorismo en Navarra, contra el que pocas voces se alzaban. La prensa se volcó con el periodista. La petición que se lanzó desde Diario 16, entonces dirigido por Pedro J. Ramírez, se dirigía a la sociedad española en su conjunto: ir más allá de las condenas de los atentados y abanderar una mesa de reflexión sobre el papel que la prensa jugaba para deslegitimar el terrorismo de ETA. Una función que el juicio de la Historia lo ha definido como crucial y que no sabría entenderse sin nombres como el de José Javier Uranga.