Las habitaciones son celdas. En ellas, doce personas duermen a duras penas, apretadas, cada una en su rincón. Hay doce literas con otras tantas colchonetas de comisaría cubiertas cada una con una sábana blanca y una mantilla azul. La imagen se completa con un pequeño lavabo en una esquina y unas estanterías hechas en la pared en las que apoyar los escasos enseres que poseen los internos. Aparte de todo eso, los internos no tienen nada.
Este es el centro de internamiento de Aluche, en Carabanchel, en el que muchos inmigrantes se despertaron de un sueño llamado España, cuando fueron encerrados en estos centros, algunos de ellos muchos años después de haber llegado al país. EL ESPAÑOL localiza a una persona que vivió en sus propias carnes el internamiento en uno de los nueve Centros de Internamiento para Extranjeros (CIE) que hay en España. En plena lluvia de críticas por parte de los Ayuntamientos de Madrid y Barcelona, estos lugares están más cuestionados que nunca.
Mario Blanco Quintero tiene 43 años y vive en Tenerife, pero nació muy lejos de allí. Es de Caracas, Venezuela, de donde llegó en un barco que buscaba un tripulante para ir hasta Inglaterra. En su tierra natal, se ganaba la vida como monitor de buceo. Cogió ese barco en 2001 y nunca más regresó a casa. En el año 2002 ya estaba en España.
“Trabajé en el sector de la albañilería cuanto pude, pero no siempre había trabajo”, explica. Con los papeles en regla, pasó en España diez años de tranquilidad y paz. Pero todo se empezó a torcer en 2011. “Ese año se me caducaron los papeles y no los pude renovar porque no tenía contrato de trabajo”. Era uno de esos momentos difíciles, en los que estuvo tirando de "chapucillas" aquí y allá, sobreviviendo como buenamente pudo. Vivió bailando en ese fino hilo hasta principios del año 2014. Y entonces le detuvieron.
“Fue como haber estado preso por un delito que nunca cometí. El delito es sólo el de una falta administrativa, pero te comes dos meses preso”. Mario llevaba doce años perfectamente asentado en España cuando lo encerraron. Lo perdió todo, su trabajo y su casa en Madrid. Mientras, su familia, que había quedado atrás en Venezuela, no sabía nada.
“Les dije que ya había estado en España con papeles, pero no hubo manera”. De un día para el otro, sin saber bien cómo ni por qué, le habían detenido, y casi en un abrir y cerrar de ojos estaba durmiendo en un lugar muy parecido a una celda. El CIE de Aluche fue su hogar durante casi dos meses. Al no tener contrato de trabajo, no le permitieron renovar los papeles y no tuvo más alternativa que quedarse. “Pensaba que me iban a deportar a Venezuela. Pero la situación está allí muy mal, y yo no quería irme, claro”.
“Esa vaina era una cárcel”
Lo primero que se ve al llegar a Aluche es un enorme muro de piedra amarilla en el que se enmarcan motivos azules en las ventanas, en las escaleras, en las chimeneas. Todo es color de puertas para afuera. La cosa cambia en el interior. Hasta tal punto que algunas ONG que trabajan en el centro no dudan en denominarlo “El Guantánamo español”. El centro fue inaugurado en el año 2009 con el objetivo de sustituir la antigua y derruida cárcel de Carabanchel. Actualmente, su jurisdicción depende del Ministerio de Interior, igual que los otro ocho centros que hay repartidos por España. El de Carabanchel cuenta, actualmente, con una capacidad de 280 personas que viven allí hacinadas como si de un presidio se tratase. “Esa vaina era una cárcel”, asegura Mario. Al caer la noche, cuando las puertas de las celdas se cierran y no hay nada que hacer salvo quedarse mirando al techo e intentar conciliar el sueño, se sentía vigilado.
“Era una cárcel”, insiste. “Sobre todo, por las condiciones internas. A nadie le hacían un chequeo médico al llegar, como toca y corresponde. No hay un médico las veinticuatro horas del día”. Si algún aspecto ha generado críticas entre los internos, ese es el estado de la atención sanitaria. Solo hay Ibuprofenos.
Esa falta de recursos médicos a veces ha resultado insostenible. Las situaciones se volvían inmanejables. Mario estuvo allí solo dos meses, pero le dio tiempo a ver muchas cosas. “En una ocasión a una persona le dio un ataque de epilepsia. Los policías no supieron qué hacer.”. Mientras el hombre sufría las convulsiones del ataque, la ambulancia tardó media hora en llegar.
Las peleas en el comedor, las camisas de fuerza en las deportaciones, los policías con porras extensibles de acero… Todo ello estaba a la orden del día en los pasillos del centro de Aluche. “Las condiciones eran de auténtico hacinamiento. Una chica de la ONG SOS Racismo, nos dijo que aquello estaba prohibido”.
Los CIE nacieron en el año 1985, con la primera Ley de Extranjería. En ellos, una persona de otro país puede estar recluida como máximo 60 días. Si en ese plazo no es posible tramitar su extradición, se les tiene que liberar. “Es una especie de limbo legal, porque están en la calle, y no se les puede echar ni tampoco pueden obtener papeles”, explica Santiago Yerga, voluntario de la ONG Pueblos Unidos. Sin embargo, el dato que manejan desde su organización es que ni siquiera el 50% de los que acaban en un centro de internamiento son expulsados. “Se les tiene allí privados de su libertad”, explica Yerga. No son los únicos que han criticado esto en los últimos tiempos. Un informe del Defensor del Pueblo indica que 6.930 personas fueron internadas en 2015 en los CIE por orden del juez. Tan solo el 41% de ellos fueron expulsados de los centros en 2015.
El día a día en Aluche
Las cucarachas en los pasillos y la basura en los patios se convierten en los principales vecinos y compañeros de vida de los internos. En Aluche, todo recuerda al aroma de la cárcel, según este interno. “Allí se movía mucho la marihuana ; también los porros y el hachís”, recuerda Mario. Había, por lo general, compañerismo, aunque también alguna que otra pelea, recuerda.
Lo que pasa en Aluche se queda casi siempre en Aluche, aunque tampoco pasa demasiado. Los guardias despiertan a los reclusos a las ocho de la mañana, los conducen por turnos a las duchas y les llevan al comedor a desayunar. Y el resto del tiempo: nada. La ausencia de actividades lúdicas y de trabajos que desempeñar convierte esos dos meses en un tiempo desaprovechado.
Los talleres de distintas actividades y los trabajos propios de las cárceles no tienen cabida en la antigua prisión de Carabanchel. No hay biblioteca ni nada que se le parezca, no hay espacios de recreo, ni gimnasios, ni canchas, ni nada. Apenas una televisión y una máquina de bebidas y de cafés, que los internos pagan con el dinero que les envían sus familias. Así, durante al menos sesenta días, las horas pasan lentas y el centro se convierte en un lugar en el que sentarse en el suelo de la celda a esperar que caiga del cielo una salida. “Allí dentro conmigo había gente que venía de estar presa. Y decían que aquello era peor que la cárcel”, explica Mario.
El final
El 13 de mayo de 2014 habían pasado 57 días desde que Mario entró en Aluche. En el último mes, de la mano de sus abogados, decidió empezar a mandar cartas al juez, que luego se publicaban en los periódicos. “También se las estuve mandando al juez. Incluso empezamos una huelga de hambre. Era una manera de molestar”.
Gracias al apoyo de la ONG SOS Racismo y de las gestiones de su abogado, Mario consiguió quedarse en España. Vive ahora en Tenerife, trabaja donde puede y se ha enamorado de una venezolana, como él, que conoció en Madrid. Se fueron a Tenerife y ahora quieren casarse. “Ella me consiguió una habitación. La verdad siempre me ha apoyado. Mi chica está tramitando su divorcio. Después ya estaremos juntos”.
Las críticas llueven desde las ONG, los sindicatos de la Policía y desde los propios internos. La vida de Mario sigue, pero su historia es el reflejo de otras muchas que todavía hoy transcurren por entre los pasillos del recinto. Son las historias de aquellos que huyeron de sus países, en busca de un futuro mejor y se encontraron con algo tan frío e inhóspito como los barrotes de una celda.