El 17 de marzo de 2016, la presidenta del parlamento madrileño tuvo que pedir orden en la Cámara. Intervinieron los ujieres. La bandera de la transexualidad ondeaba en algunos escaños, también en la tribuna de invitados. Gritos, vivas, aplausos. Su ley había sido aprobada con la unión de PSOE, Podemos y Ciudadanos frente a la abstención del PP.
Un año después, el colectivo trans se manifiesta a las puertas de la consejería de Sanidad de Cristina Cifuentes. “La presidenta de la Comunidad no cumple. Llora y pide su bandera para el día del Orgullo, pero no desarrolla la ley que se aprobó”.
Sufren con el artículo 7, “es la punta del iceberg”. “El texto garantiza que podamos cambiar el nombre en la tarjeta sanitaria, también en el resto de documentación controlada por la Comunidad. Es sangrante, un hecho imposible”, protestan. Esta mañana acuden con un formulario consensuado por varias asociaciones LGTBI. "Se lo ofrecemos al Gobierno para que lo oficialice".
En el Gobierno regional explican que el cambio de nombre en la tarjeta sanitaria "sólo es posible si va en consonancia con el cambio de nombre en el Registro Civil, ya que los derechos sanitarios e identificación en los sistemas nacionales que otorgan ese documento se extienden a toda España, aunque se expida en una Comunidad". Concluyen: "No se trata de una decisión nuestra".
Tres retratos de una protesta
La ilusión frustrada de aquel marzo. Distintas historias que se cruzan y tejen el mismo final: “No aceptan mi verdadera identidad, eso duele”. Hoy coinciden en los adoquines frente a la consejería de Sanidad, discurren a ritmo de bocina y paso rápido. Palpitan y se hacen hueco en el ruido impersonal de la ciudad.
"Riley es niñe, ni chico ni chica"
Fernando agarra el formulario de una compañera justo antes de que caiga al suelo. “¿Has visto? Se nota que fui portero, eh”, sonríe antes de la entrevista. Hasta entonces, gesto serio. Ir y venir, un descanso a mitad de mañana para entregar los papeles de su “niñe”, o de su “hije”. ¿Cómo? “Sí… nosotros tampoco entendíamos cuando nos lo dijo”. Riley no es chico, tampoco chica: “No se identifica con ninguno de los dos géneros”.
El proceso es silencioso, en la sombra, casi imperceptible. “En un principio pensamos que era gay, luego contemplamos que quizá se sintiese niña, pero tampoco”. Riley es “elle”, eligió ese nombre irlandés porque es apto para ambos géneros.
El desafío, diario. “A mí, que lo sé desde hace tiempo, también me cuesta terminar los adjetivos en 'e'. Alte, guape… A Riley no le molesta, lo entiende, pero le duele cuando alguien conocido le llama por su nombre anterior a sabiendas de que no se identifica con él. La última vez que le dieron las notas vino llorando. Pensé que serían malas, pero trajo todo sobresalientes. Era el nombre...”. ¿Y sus compañeros de clase? “Fue algo surrealista, cuando lo dijo en el cole le arroparon incluso los que antes se mofaban de él llamándole niña”.
A Riley le molestan las tarjetas que le recuerdan un nombre que no es suyo. Sus padres pensaron que la ley de marzo de 2016 daría un giro. “Pero está hueca, no nos dan garantías, dependemos de la buena voluntad de la gente”.
Ale: "El psiquiatra no aceptó mi cambio de género"
Cuando no era Ale, fue camarero de hotel de lujo, artífice del gin-tonic osado y diestro de hielo y coctelera. Ahora no encuentra trabajo. Un tipo le dijo que no merecía la pena “incluir problemas en la empresa”.
Pasa una ambulancia. Sirenas, conversación casi al oído. Sostiene un formulario, está a punto de entregarlo en Sanidad, quiere ser Ale también en su tarjeta de la Seguridad Social, pero no le dejan.
Hace unos días visitó al psiquiatra. Le saludó por su nombre anterior. Ale repitió una evidencia: “Perdone, pero soy Ale”. El doctor insistió. “Oiga, me está ofendiendo, soy una mujer, soy Ale”. Tampoco. “Tengo que llamarle como consta en su tarjeta”. “Fíjate, vaya tontería”, recuerda ahora que exige el cumplimiento de la ley. “Al final se cabreó y me dijo que no le fuera con chorradas, me levanté y me fui. Claro, perdí mi cita”.
Ale también ha encontrado buena voluntad en el mostrador. “Una administrativa me dijo haber estudiado la ley, intentó por todos los medios conseguir mi cambio de nombre en la tarjeta, pero fue imposible, no le dejaron”.
Lola: "De niño, me sentí un hada"
Lola es la más alta del grupo. Camisa a cuadros y prisa, tiene que volver al trabajo. “Llevo con el proceso de transición de hombre a mujer seis o siete años, pensé que con la ley sería más fácil, pero no existen garantías”, lamenta. Expresa con una sonrisa, también el dolor.
“Quizá a algunos les parezca una tontería, pero no es agradable tener que repetir mil veces que te llamas y eres de otra manera”. Por eso esta mañana entrega el formulario. También muestra agradecimiento al Gobierno. Ha recibido tratamiento hormonal, quirúrgico y psiquiátrico por medio de la Seguridad Social, como marca la ley. “Además, he sido tratada con mucho cariño, de verdad”.
De niño, Lola se sintió mujer. Envidiaba a su madre ante el espejo, vestía ropa de chica, se maquillaba… “Me sentía un hada, de verdad, me encantaba imaginarlo y creer que podía solucionar los problemas de la gente. A mi familia le costó aceptarlo, es duro, pero ahora estoy contenta”.
Es funcionaria en el Ayuntamiento de Madrid, trabaja en el Museo de Historia. “Lo entendieron desde el principio, me llaman por mi nombre, lo hacen con naturalidad, soy feliz en mi trabajo”.
Lola se hormona para culminar el cambio, pero sus documentos reflejan un nombre que olvidó hace tiempo. “¿Para qué voy a tratarme si mi tarjeta dice que soy un chico?”.